A lo mejor me alargo en esta entrada (lo anunciaba y lo he hecho), pero es que la vida, como decía mi abuelo: efímera y dicharachera cual pajarillo volátil… Y conviene tomarla justo como así, es decir: como viene.
Les
confieso que he releído muchas veces esta entrada como un intento de esculpir
estas ideas en mi conciencia. Recuerdo los consejos estoicos sobre este rasgo,
la relectura, la reescritura de lo esencial… De ello hablé al comentar los
libros de Hadot. No se impaciente, lea con calma, deje que las explicaciones de
Pieper que le transmito calen en su ser.
Supongo que muchos de ustedes, que no solo algunos, no saben quién es Pieper, pero es muy fácil ahora averiguarlo porque con llamar a la puerta de la Wikipedia se resuelve la papeleta, al menos, en parte… A mí, sin embargo, me gustaría decirles que lo conozco desde hace muchos años: me cautivó su libro Las virtudes fundamentales que he recomendado en innumerables veces. Sus casi 600 páginas no lo hacen libro fácil de portar en el bolsillo, pero sí de leer con agrado a sabiendas de que se aprenderá mucho (todo bien es arduo). Servidor no puede menos que darle las gracias al autor por lo mucho que siempre aprende cuando acude a esta obra.
Es Pieper un filósofo que busca el fundamento de la totalidad de la existencia. Acercarse a su obra no es un ratico de cháchara vana con un diletante, sino conversación profunda donde lo mejor es escuchar con los ojos lo que escribe el alemán.
Les doy dos datos sorprendentes que nos ayudarán a hacernos una idea de la importancia de Pieper. Uno: Tuvo Pieper muchas oportunidades de ir a las universidades más relevantes del mundo, sin embargo prefirió quedarse en la Universidad de Münster; en esta se llegó a construir un aulario especial para sus clases porque necesitaba espacio para acoger una audiencia que alcanzó en ocasiones ¡los 1500 estudiantes! Si este dato es sorprendente no lo es menos el siguiente, dos: en los años cincuenta dictó conferencias radiofónicas sobre algunos de los autores y filósofos objeto de sus estudios y, entre 1962 y 1970, las radios y televisiones de Alemania, Austria y Suiza transmitieron versiones del Gorgias, El Banquete y una representación de la muerte de Sócrates. Dedicados especialmente al filósofo ateniense son el comentario al Fedro, el libro sobre los mitos platónicos. Hoy, un programa así tendría una enorme acogida, seguro, en las televisiones actuales… ¡segurísimo! Especialmente en España.
La
claridad es la cortesía del filósofo, escribió Ortega. No es oscuro Pieper,
pero sí que es especialmente denso en esta obra en la segunda parte del libro
que comento. Componen estas páginas una serie de conferencias de compleja
hondura sobre la vida intelectual y más propiamente sobre el quehacer
filosófico. Explica y defiende el autor la necesidad de la Filosofía y de su
cultivo, ayer y hoy. Reírse como la fámula tracia del pobre Tales, como cuenta
Platón en su Teeteto, es el error de la fatuidad de los muchos que se
creen en la posesión de una verdad vacuamente útil. Si lo útil es lo más
importante, posiblemente como escribió Teofilo Gautier, el váter sea lo más sustancial
y útil en cualquier hogar.
Empecemos, sin embargo por el principio. Por el comentario del primer medio centenar de páginas donde Pieper aborda un tema para mí apasionante y sorprendente: el ocio.
El antónimo de “ocio” es el “negocio”: nec-otium, todo cuanto no es ocio es “negocio”, es decir, “trabajo” o “empleo”. Esta desafortunada palabra en español, “trabajo”, tiene su origen en la latina tripalium: un instrumento de tortura. No anduvo fina y con tino la denominación de la actividad laboral como realidad nociva, negativa.
Todo trabajador se caracteriza por tres rasgos: por poner la más extrema tensión de las fuerzas activas; por su absoluta y abstracta disposición para el padecer; y su inserción total en el sistema racional de planificación de la organización utilitaria social. Lo que así mirado, desde el punto de vista del ocio, este solo se presenta como una realidad completamente imprevista, extraña, incongruente, incluso absurda, y moralmente hablando como algo impropio, sinónimo de holgazanería y pereza. Curiosa es, sin embargo, la doctrina vital de la Alta Edad Media que afirma justamente lo contrario: la falta de ocio, la incapacidad para el ocio, ¡está en relación estrecha con la pereza! De ella procede el desasosiego y la actividad incansable del trabajar por el trabajo mismo. Constituye una relación curiosa el hecho de que la actividad desasosegada de un fanatismo suicida por el trabajo proceda de una deficiencia en la voluntad de la realización; un pensamiento sorprendente que sólo podemos descifrar con esfuerzo.Rastrea Pieper donde nace la revaloración de la dificultad en el conocimiento intelectual. En la modernidad será Kant quien confirme la agudización de un determinado rasgo del rostro del «trabajador» (del que Jaspers hablaba): el hieratismo de quien está dispuesto incondicionalmente a soportar el dolor. Esta “capacidad para soportar el dolor” es la condición sine qua non que a quien verdaderamente trabaja del que no. Por eso, se dice muchas veces que Kant es el responsable de mostrarnos al trabajador caracterizado por el gesto severo, por el voluntario esfuerzo del domino de sí y el endurecimiento del corazón. De esta postura kantiana se deduce que la verdad se mide por el esfuerzo o la fatiga que supone la actividad intelectual. Kant no es original, pues esta concepción tiene su origen en el pensamiento del antiguo cínico Antístenes, quien dijo que «la fatiga es el bien».
Estos momentos de la llamada modernidad señalan el giro ocurrido en la concepción de la filosofía y el trabajo intelectual desde la antigüedad. Destaca Pieper la concepción clásica de la filosofía como contemplación y no como dedicación servil; se indica la insuficiencia de la propuesta kantiana que entiende a la filosofía como trabajo, asociándolo con su carácter de conocimiento discursivo; y finalmente, afirma su crítica a la propuesta de Marx que ve a la filosofía únicamente como praxis y al trabajo como lo primordial en la vida humana. “El camino del pensar discursivo está acompañado y entretejido por la visión comprobadora y sin esfuerzo del intellectus, el cual es una facultad del alma no activa, sino pasiva, o mejor dicho, receptiva; una facultad cuya actividad consiste en recibir”. Santo Tomás llama a este modo de conocer la vita contemplativa; aunque es la forma más excelsa de la existencia humana, es non proprie humana sed superhumana, «no propiamente humana, sino suprahumana».
Dice el Génesis (2, 15) que hizo Dios al hombre ut operaretur, para que trabajase, es por ello que escribe Pieper que “el ejercicio de la función profesional especializada es la forma normal de la actuación humana; lo normal es el «trabajo», lo cotidiano es el día laborable. El problema es si el mundo del hombre se agota con ser un «mundo del trabajo», si el hombre consiste simplemente en ser funcionario, «trabajador», si la existencia humana adquiere su plenitud siendo exclusivamente existencia que trabaja cotidianamente”.
El ocio es una actitud del alma; no es una realidad exterior: no es una pausa en el trabajo, disponer de tiempo libre, de un fin de semana, de un permiso, de vacaciones. El ocio es un estado del alma y es lo contrapuesto a la situación arriba explicada del «trabajador» y su actividad: el trabajo como actividad, el trabajo como esfuerzo y el trabajo como función social. Veamos: Primero. Frente al exclusivismo de la norma ejemplar del trabajo como actividad está el ocio como la actitud de la no-actividad, de la íntima falta de ocupación, del descanso, del dejar hacer, del callar. El ocio es una forma de ese callar que es un presupuesto para la percepción de la realidad; sólo oye el que calla, y el que no calla no escucha. Ese callar no es un apático silencio ni un mutismo muerto, sino que significa más bien que la capacidad de reacción que por disposición divina tiene el alma ante el ser no se expresa con palabras. El ocio es la actitud de la percepción receptiva, de la inmersión intuitiva y contemplativa en el ser. En el ocio hay, además, algo de la serena alegría del no poder comprender, del reconocimiento del carácter secreto del mundo, de la ciega fortaleza del corazón del que confía y que deja que las cosas sigan su curso; hay algo de la «confianza en lo fragmentario, que es lo que precisamente constituye la vida y la esencia de la Historia».
Lo que consideramos una pausa en el trabajo –sea la que fuere su duración: una hora, una semana o más aún- sigue perteneciendo a la vida de este: del trabajo cotidiano. Incluida en el transcurso cronológico del tiempo de trabajo, es una parte de él. La pausa se hace para seguir trabajando: suministra «nuevas fuerzas para trabajar de nuevo», como el concepto del descanso reparador indica; uno se repone tanto del trabajo como para el trabajo; sin embargo el ocio corta el término de la jornada de trabajo, tal y como la «simple intuición» se diferencia del intellectus: este no es una prolongación (por decirlo así) del proceso trabajoso de la ratio, sino que lo corta perpendicularmente (los antiguos compararon a la ratio con el tiempo y al intellectus, en cambio, con el «ahora permanente» de la eternidad).
Se pregunta Pieper si a la altura de los tiempos en que vivimos será posible reconquistar, frente a la presión del mundo totalitario del trabajo, un espacio para el ocio, que no sea sólo un bienestar dominical, sino el ámbito donde pueda desarrollarse una verdadera e integra humanidad, la libertad, la verdadera formación, la consideración del mundo como un todo. Y expone poco más adelante cómo en el Teeteto explica Platón la diferencia entre el verdadero hombre, criado en libertad y con ocio, ese “que tú llamas un amigo del saber, un filósofo, y a quien no se le da nada tener una apariencia sencilla y a quien no le importa ser útil en lo que a rendimientos serviles se refiere, no saber, por ejemplo, hacer bien su hatillo en los viajes” frente a ese otro que sabe de lo anterior pero “no sabe llevar, en cambio, el manto como un hombre libre y aún menos alabar de modo digno y con la expresión debida la vida verdadera de los dioses y de los hombres”.
Al leer estas ideas de Pieper, al meditarlas a la luz de nuestras vidas, podríamos pensar en nuestra propia realidad: nuestra condición desprovista de bienes: proletaria, funcionarial, de trabajadores porque no tenemos más que eso: nuestro trabajo para vivir, es posible que quien viva en estados totalitarios sea este quien fuerce la obligación de enajenar constantemente esa potencialidad suya de trabajo y lo que entiendo que puede ser más grave y más común: el empobrecimiento íntimo del hombre, cuya vida como proletario colma su intimidad aburguesada, su realidad anquilosada y es incapaz siquiera de imaginarse su propia vida con sentido ¡y que no sea trabajando! El único modo de sacudirse la condición “proletaria” es ampliando la existencia humana más allá de un trabajo meramente útil, servil, sacudirse la limitación de los dominios de las “artes serviles” en favor de las “artes liberales”.
Como resumen de esta idea del ocio y como punto y aparte podemos decir que el ser esencial del ocio es la celebración de la fiesta, pues en ella se citan los tres grandes elementos que la caracterizan: la relajación, la falta de esfuerzo y el predominio funcional del “ejercicio del ocio”. Al final perder el tiempo es no crecer como persona, siendo el ocio el medio necesario para alcanzar el principio pindárico.
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