La
segunda parte del libro, La vida intelectual, es una defensa de la
filosofía como quehacer necesario para cuantos queramos tener un digno vivir en
camino hacia la sabiduría. Considero que no es fácil comprenderlo para la
mayoría, pero así es la realidad: quienes se preguntan por el sentido del
conocimiento, del bien… “¿Y esto… la filosofía, la historia, el arte, la
literatura… para qué sirve”?. Deben ser respondidos: Para que aumentes tu
dignidad como persona, para que seas capaz de amarte y ayudarte, capaz de amar
y ayudar a los demás… Me vienen a la cabeza textos de autores tan dispares como
Marco Aurelio y Aristóteles, Tomás de Aquino o de Ciudadela de
Saint-Exupéry…, de san Juan Pablo II o de Delibes y de Gregorio Luri (que
pronto comentaré)…
No parece que Pieper reme a favor de la corriente, mas tampoco da la impresión que le preocupe demasiado: la parresía es así. No son buenos tiempos para un vivir filosófico. Los planteamientos y aseveraciones de Pieper sobre el empleo y la vida intelectual, que hunden su origen en los clásicos presocráticos, serán elegantes y sobre todo admirables para el lector actual. Hablando de la academia platónica afirma Pieper que esta, centro de la vida intelectual, es: “una comunidad de filósofos, cuya característica íntima es (…) la filosofía, el modo y estilo filosóficos de considerar el mundo”. A renglón seguido, al plantearse qué es lo filosófico, dirá Pieper sin dudarlo que es lo “teórico”, por esto “ser movido por la verdad y no por otra cosa, tal es la esencia de la teoría, dice Aristóteles en su Metafísica, esta vez completamente de acuerdo con Platón”. Y en el mismo sentido, “Tomás de Aquino, dice sin reparos: «el fin del saber teórico es la verdad»”. Así, el interés por “la verdad” es fundamental en la teoría y en la filosofía en tanto que es “en sentido estricto «ciencia de la verdad»”: una vida sin verdad es una vida incoherente y sin sentido. El filósofo busca y ama la verdad y hallarla y explicarse la realidad en cuanto le sale al encuentro es irrenunciable. No es sabio el filósofo como dijo Pitágoras y los filósofos posteriores, sino quien ama la sabiduría y vive en coherencia con su pensar, la busca, está de por vida en camino de hallarla… Si negamos la existencia de la verdad ¿de qué estamos hablando cuando entramos o salimos de un aula, de una consulta médica, cuando meditamos sobre nuestra realidad humana, familiar, social, política…? ¿Qué hago yo escribiendo esta entrada y usted leyéndola?
Aristóteles, quien “expresa esta autovaloración de la filosofía diciendo que todas las ciencias son más necesarias que ella, pero ninguna es más digna: «necessariores omnes, nulla dignior»”. Se me hace presente la negación del primum vivere, deinde filosofare que otro sabio amigo mío, Víctor E. Frankl, le resulta inadmisible: no, no es así… ¡primero necesitamos el sentido, la verdad… y luego, después, ya comeremos! La filosofía se dirige por un camino distinto de lo básico de la vida, del producir, consumir, de lo útil y funcional. En cambio, explicita una dimensión cuyo valor es más alto que la estricta satisfacción de necesidades biológicas y materiales: la defensa del filosofar como el saber «más digno» de todos. Pieper a la objeción o reparo que insiste en la “inutilidad” de la filosofía responde: “Sí, es cierto: ¡filosofar no solo no sirve fácticamente para nada; es que ni puede ni debe servir!”. Algo semejante afirma Heidegger «es correcto y está en el mejor orden ‘decir que nada podemos hacer con la filosofía’».Teetetes y Sócrates charlan. El joven matemático, Teetetes, confiesa su asombro y su vértigo ante la realidad a la que Sócrates lo ha llevado. Se halla confuso y atónito de asombro. No le queda más remedio que reconocer y confesar su ignorancia: «Verdaderamente, por los dioses, Sócrates, no salgo de mi asombro sobre la significación de estas cosas y a veces me da vértigo el mirarlas». Será entonces cuando en el Teetetes de Platón, hallemos la irónica respuesta de Sócrates: «Exactamente esa disposición es la que caracteriza a los filósofos; este y no otro es el comienzo de la filosofía». Aquí adquiere expresión por primera vez con matinal claridad y, sin embargo, de forma nada solemne, dicho casi como de pasada, el pensamiento que después, a lo largo de la historia de la filosofía, ha llegado a convertirse casi en un tópico: el asombro es el comienzo de la filosofía. Goethe, a sus ochenta años, en sus Conversaciones con Eckermann concluye que “Lo más alto a que puede llegar el hombre es al asombro”.
Ciertamente en su relación con el mundo -no me detengo en la larga explicación de Pieper sobre el particular- quien se asombra es aquel que ante la realidad ignorada se sabe, a su vez, ignorante. Es aquel que sabe que algo no comprende del todo, que algo se le escapa; mas en ese mismo instante, el ignorante, como explica santo Tomás, se pone manos a la obra y es prendido por el desiderium sciendi , el deseo de saber, que activa la exigencia, la ilusión de saber. A esta la acompaña la alegría, como afirma Aristóteles en su Retórica: del asombro proviene alegría. Y en la Edad Media se ha repetido el omnia admirabilia sunt delectabilia, que es tanto como afirmar que aquella realidad que suscita asombro, a la vez, produce alegría.
Leyendo a Pieper se tiene la impresión de seguir un hermoso camino por el que se van haciendo hallazgos impensables, maravillosos. El ascenso por este camino, ya lo anuncié, es arduo, pero merece la pena intentar alcanzar la cima. Continúo.
Hablaba de la alegría que se esconde en el asombro: es la alegría del principiante, de un espíritu dispuesto y en tensión para algo siempre nuevo, inaudito. Quien desespera… ¡no espera nada! La esperanza es ¡de quien espera…! La esperanza es propia del filósofo, incluso de la misma existencia humana. Vivir sin esperanza es vivir en el infierno, decía san Isidoro de Sevilla. El hombre que vive en el asombroso filosófico, en el anhelo de la verdad siempre será un viator, alguien que va de camino y su vida se rige por un «aún no» el momento, se está en camino; el hombre no puede ser sabio, aún no... No ha mucho, aquí o donde sea, escribí la lapidaria afirmación que asegura: Nemo ante mortem beatus. iQuién podría decir que posee ya el ser a él reservado! “No somos, esperamos ser”, afirma Pascal. Y en esto, en que el asombro tenga la misma forma arquitectónica de la esperanza, se muestra hasta qué punto pertenece a la existencia humana.
En El Banquete, Diotima, hablando con Sócrates afirma que los dioses no necesitan filosofar, pues si es tal dios, debe saberlo todo; el ignorante, la sirvienta de Tales, se ríe: el autosuficiente está embotado: cree no necesitar nada, luego, pregunta Sócrates… ¿quién necesita la filosofía? “Está claro hasta para un niño que son aquellos que se encuentran en medio de ambos”. Y aclara Pieper: “Este medio es el ámbito de lo verdaderamente humano: por una parte, no comprender o concebir de una forma plena (como Dios); por otra, no endurecerse, no encerrarse en el mundo de lo cotidiano al que se supone totalmente esclarecido; no darse por contento con el no-saber; no perder ese estar abierto, que se expande infantilmente, que es propio del que espera sólo de él”.
Perdone, lector. Como en la entrada anterior tengo la impresión, también en esta, que la estoy haciendo a mi medida, para mí, para mi comprensión más ajustada. Lo invito a seguir este trecho de mi camino, disculpe. Pienso en una persona concreta cuando escribo siguiendo a Pieper: “El objeto de la filosofía es dado al que filosofa sólo en esperanza. Viene bien aquí lo dicho por Dilthey: «Las exigencias que se plantean a la persona que filosofa no pueden ser satisfechas. Un físico es una realidad agradable, útil para sí mismo y para los demás; el filósofo, igual que el santo, sólo existe como ideal». Es esencial a la ciencia especializada el salir del asombro, en la medida en que llega a «resultados». Pero el filósofo no sale del asombro” y la negrita en cursiva es mía.
Todo este mundo, la
realidad de la que vengo hablando, estos saberes de los antiguos de los
que Platón y Goethe, por ejemplo, hablan ha desembocado en un situación
ininteligible. La gran masa de los esclavos de la que Aristóteles habla en su Política;
la «multitud de necios» de la que habla Tomás de Aquino, que persigue el dinero
sin darse cuenta de que la sabiduría no se puede comprar… no alcanza a
comprender que la teoría en su sentido más puro -apenas distinguible de la
contemplación- también está enteramente condicionada por la intención amorosa.
El ojo de la contemplación se dirige hacia lo amado; ubi amor, ibi oculus.
Para el pensamiento totalitario del trabajador no hay un «ámbito sagrado»
intangible por principio, no existe un «espacio cultual libre»; situación
desconocida e inaudita en toda la historia anterior del hombre.
Todo
cuanto vengo diciendo, no cabe duda, no puede dejar de constituir una profunda
sorpresa que choca con la inequívoca frase de que la suma felicidad del hombre
se encuentra en la contemplación, tal y como escribe Tomás de Aquino en la Suma
contra gentiles: Ultima hominis felicitas (est) in contemplatione
veritatis (C. G., 3, 37). Una contemplación y una felicidad, por tanto, que
el hombre no puede gozar en vida, de ahí que arriba hablábamos del status
viatoris, ese estatuto propio, ese aún no, de quien está de camino y
no ha llegado.
Como no podría ser de otro modo, entiendo, Pieper concluye con todo un largo capítulo dedicado a la felicidad como fin último de toda persona. Me tropiezo con ideas que aprendí en La Felicidad humana de Julián Marías, Una teoría de la felicidad de Enrique Rojas…, algunos pasajes del libro de Gustavo Bueno (El mito de la felicidad)… La felicidad como consecuencia más del obrar culminado hasta donde la imperfección humana permite, que del hacer (distinción que he hecho en alguna ocasión en este blog no recuerdo al hilo de qué). ¿Cuál es el proceso de este obrar? No es otra que la posesión, primera y principalmente, del conocimiento. El hombre anhela la hartura de felicidad, de plena realización, más ¿cómo se logra?: “Y la respuesta es: conocer, conocer intelectual. Para Santo Tomás, como para San Agustín, conocer es esencialmente enseñoreamiento del mundo y apoderamiento de realidad. El conocimiento es, según su naturaleza, tener; no hay ninguna forma del tener en que lo tenido se apropie más intensamente. En Santo Tomás se encuentra varias veces la frase de que conocer es «la más noble forma del tener»; pero esto ha de añadirse cuanto antes, no tal vez porque ello tiene lugar de la forma más «espiritual»; esto es, de nuevo, un error «ideal», en el que casi obligadamente de entrada caemos. Sino que el conocer es «la más noble forma del tener», porque no hay otra forma de tener en el mundo que sea en tal alto grado tener. El conocimiento no es solamente apropiación, con el resultado «propiedad» y «ser propietario». Es asimilación en el más exacto sentido, en que el mundo objetivo, en cuanto que es conocido, llega a ser el propio ser del que conoce. Esto distingue, a saber, los seres que conocen de los que no conocen en que estos no tienen nada fuera de sí mismos, mientras que el que conoce tiene parte en el ser ajeno, al conocerlo, esto es, al introducirlo en sí y, como se expresa Santo Tomás, al poseer la «forma» del ser ajeno”. ¡Admirable! (y recuerdo a Luri a quien quiero comentar, como he anunciado arriba, en La escuela no es un parque de atracciones).
Todo el anhelo de satisfacción plena, ese hambre, ese apetecer, ansiar, pretender, querer algo, motus ad finem… es la manifestación del amor, antes de llegar a poseer el objeto amado: la ilusión, esa víspera del gozo, de Pedro Salinas hablaba. Gozo: embeleso, fruición, felicidad, fruitio, delectatio; esta es la manifestación del amor, que ha participado ya del amado. Pero no es, ciertamente, el ansia lo que nosotros ansiamos. “Lo últimamente querido no puede ser querer de nuevo porque todo movimiento busca la quietud. (Pero la quietud no está en el querer, sino en el conocer) Siempre y necesariamente es otra cosa distinta de un acto de la voluntad y del amor, mediante lo cual se le hace presente y partícipe a la voluntad lo pretendido y amado; así se dice en la Summa Theologica. Pero ya sabemos qué es esta «otra cosa»: esta otra cosa es el conocer”.
El broche no podría estar montado sino sobre el amor. Para concluir esta entrada y larga reflexión me voy a permitir, además, un corta y pega nada académico: El amor es el presupuesto indispensable de la felicidad. (Por supuesto, el que no ama no es desgraciado. Ser desgraciado no consiste en otra cosa sino en no poseer lo que se ama. Incluso el dolor del condenado es dolor por la separación de lo aún siempre fijamente amado.) El amor, por tanto, es necesario para la felicidad; pero no es suficiente. Sólo la presencia de lo amado hace feliz, y esta se realiza mediante la facultad actualizadora del conocer. «Donde está el amor, allí está el ojo», ubi amor, ibi ocutus. A estas alturas se hace más claro el contorno del concepto «contemplación». Contemplación es, pues, no simplemente una forma de conocer junto a otras. Lo característico suyo no reside solamente en una especialidad del proceso del conocer mismo. Lo que marca y distingue a la contemplación es más bien esto: es un conocer encendido por el amor. «Sin el amor no habría contemplación». La contemplación es un percibir amante. Es visión del amado.
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