Termino el libro y
reconozco que me ha encantado: por lo que dice y deja de decir; me ha gustado,
en general su decir; estoy de acuerdo con el autor y en desacuerdo con él
también en algunos asuntos; me apasiona tanto la realidad escolar, los
aprendizajes, la formación, el servicio a los demás, servir en la escuela, su
sentido último… que he gozado y sufrido leyendo y pensando en cuantos hemos
padecido escuelas y enseñanzas equivocadas, incluso terribles…: como docentes y
como discentes. Antes de que se me olvide: Si se dedica a la enseñanza y le
importa algo más que un pimiento o servirse de ella, permítame: le recomiendo
el libro. Me arrepiento de no haber acometido antes su lectura: antiguos
alumnos dedicados al oficio me lo recomendaron. Mea culpa.
Escrito esto, me
planteo ahora por dónde y cómo empezar… Me temo escribir otra entrada
larguísima con un animoso debate en el final, conmigo mismo por lo menos… Como
hay mucha tela al corte… Vamos a allá. Advierto que tomé mientras leía
-costumbre de la casa- unos cientos de notas y que no todas las voy a
reproducir ni comentar, aunque el siguiente párrafo comience con una.
Escribe
Luri: “Como me hizo ver uno de nuestros más finos
investigadores en educación, Luis Lizasoain, en la mayor parte de los casos la práctica
docente no se basa en evidencias ni en saberes consolidados, sino en una mezcla
peculiar de creencias, ideología y experiencias personales de cada docente” (p.
39). Lo que dicho y diagnosticado por servidor desde hace décadas viene a
ser que con un “Cada maestrillo tiene su librillo”. Damos por concluso
cualquier cuento escolar. Cerrado el debate. Hemos dado de mano. Cada uno a su
casa y Dios a la de todos. Este puede ser el cierre de quien no quiera ser
convencido por los argumentos de sentido común –más adelante matizo- que hace
con claridad, serenidad y contundencia el profesor Luri. Estoy convencido que
ese refranillo de andar por la ignorancia y la acedia, “Cada maestrillo tiene
su librillo”, nunca, nunca fue bueno para la educación, para la instrucción,
para la escuela porque, sencillamente, se están formando personas que requieren
verdaderos maestros, en el sentido más profundo, radical y fiel de la palabra,
y nunca maestrillos. Cuando el titulado maestro, profesor o como quiera
llamarse y ser llamado, cierra la puerta del aula comienza el enigma de la
labor que dentro acontece y, les aseguro, que puede ocurrir de todo y no
necesariamente ni bueno ni deseable: por ignorancia, por desidia, por pereza,
por vicio… o por todo a la vez o bien puede tener lugar el maravilloso
encuentro entre quien enseña y acompaña y anima y exige y mueve para buscar la
verdad a un grupo de alumnos, la mayoría de ellos, deseosos de aprender, o no
tanto, pero, en cualquier lugar dispuestos a dejarse formar si el formador es
de verdad un maestro que sabe dónde y cómo y para qué… los quiere llevar. En la
escuela sobraron siempre y sobran los charlatanes ocultos tras trampantojos,
vendedores de baratijas y fruslerías intelectuales y docentes…
Repito para los aquí, por si hubiere algún lector no avisado: me llevaron a la escuela con 3 años y he salido, parece, definitivamente a los 60, tras dar clase durante casi 40 años. He estudiado en la escuela privada y en la estatal. He impartido clase en la escuela concertada, en la privada, en la estatal y en todos los cursos desde 3º de EGB hasta 1º de carrera en la Universidad. Algo escribí sobre el asunto… y, por todo ello, me creo con derecho a enjuiciar.
Y me pregunto: ¿hay
alguien que no sepa y opine de “la escuela” en España? Cierto que se opina de
todo: de lo que se sabe y de lo que se ignora. ¿Se atrevería usted, no siendo
conocedor del asunto, a emitir un juicio sobre el abono adecuado para el olivar
en crecimiento en terrenos calizos? Posiblemente diga que no, ¿por qué entonces
todo baranda que se precie opina con su saco de ignorancia al hombro de “la
escuela”? ¿Quizá usted, por haber engendrado un hijo, sabe de su educación?
¿Quizá usted por su condición de Química o Filólogo o… sabe del proceso
evolutivo del niño, de la inteligencia, de metodologías, de la formación de la
voluntad…, ¡de cómo enseñar esa Química que supuestamente sabe o esa Lengua…!?
¿Realmente por el cursillo que recibió para conseguir el CAP, o como diablos lo
llamen ahora, se sabe usted capacitado para ejercer el oficio, el arte de
educar? ¿Quiénes no reconocen carencias, responsabilidad de otros, en su
educación, en su formación en su instrucción? ¿Esos errores garrafales que
desviaron una vida, interrumpieron el curso natural de un aprendizaje de
haberse llevado bien, con exigencia…? Dejemos la demagogia y seamos serios.
Llevaba años oyendo
hablar de Luri. Antiguos alumnos dedicados a la enseñanza me decían que sus
ideas les recordaban a las mías por mucho de lo que he dicho o defendido
durante décadas en debates, en ocasiones, tempestuosos y en solitario. Pensaba
que Luri, sobre quien nada había mirado hasta ahora, era sencillamente un
maestro corriente y moliente con experiencia. Y efectivamente parece serlo,
pero no solo eso, sino que es un maestro que, como todo maestro debiera ser, es
un maestro leído, interesado, que observa e intenta averiguar, ¡evaluar!, qué
hay tras esa conducta, esos resultados, tras ese quehacer exitoso que no tiene
explicación en apariencia, sobre ese fracaso…: “Alguien debe de saberlo”, debe
uno decirse. A eso se le llama studiositas, que no curiositas.
El título del libro y
el subtítulo, entiendo, son una declaración de guerra y de intenciones que
estuvo bailando en la cabeza del autor antes y después de escribirlo, por lo
que dice. La escuela no es un parque de atracciones. Una defensa del
conocimiento poderoso. Hace muchos años, allá por el comienzo de los 90,
empezó a emitir la cadena televisiva Telecinco: había unos personajes que eran
las Mama Chicho: chicas desenvueltas de ropa, es decir, con escasa ropa
y de quehacer vulgar; la cadena se caracterizaba por buscar el entretenimiento
entre lo frívolo y lo fútil. Solía yo decir, por entonces, que en el centro
donde trabajaba “solo nos faltaban las Mama Chicho para ser Telecinco”, dado el
grado de superficialidad que percibía en muchas de las actividades y quehaceres
que se proponían, es decir: la escuela tampoco debía de ser Telecinco, digamos.
Y en la contraportada de esta obra se puede leer: Un completo análisis de la
educación actual. Porque con la escuela no se juega. La primera frase la
interpreto como hipérbole atractiva con función promocional y publicitaria; sin
embargo, la oración segunda insiste en que la escuela y lo que en ella se
oficia no es un juego de entretenimiento, no es un tiovivo, ni un carrusel, ni
el bombero torero… un festejo cómico taurino musical y bailable… La escuela, de
ser un juego, es un juego muy muy serio. Y como todo juego tiene sus normas,
sus leyes, sus exigencias, sus ensayos y sus errores, y aciertos… Insisto:
puede y debe ser amable, pero debe ser riguroso porque es muy serio.
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