De este libro de Azorín, de
su obra en general, guardo en mi memoria la serenidad en el discurrir de su
prosa, su puntillismo impresionista que administra y negocia la realidad de que
habla, la realidad que describe. Tras haber leído este libro (seguro que en
casa hay una ficha hecha de aquella lectura de aquel entonces, quizá con la
fecha al pie) siempre que viajé o atajé por estas tierras lo recordaba, y muy
particularmente Argamasilla de Alba.
Las descripciones morosas de
todos los seres de hoy, es decir, de entonces a comienzos del siglo XX: hombres
y mujeres, casas y estancias, la luz de los espacios, las llanuras bermejas,
los pájaros, los adustos hidalgos… se entrelazan con los seres de ayer, todos
aquellos seres con quienes conviviera don Alonso Quijano el Bueno a quien
servidor, modestamente, llama el abuelo: quiero pensar que todo español
lleva en sí un idealista dispuesto a poner la vida al tablero por desfacer un
entuerto… Bien es cierto que también los hay, entre esos mismos españoles, que
llevan un Ginés de Pasamonte, desagradecido, grosero, despreciable. A ver, es
por veces.
En el libro, Azorín, el
Azorín periodista, visita las tierras por las que anduviera aquel que inspiró a
don Miguel de Cervantes para crear al inmarcesible don Quijote de la Mancha… Se
acerca José Martínez Ruiz a las gentes que habitan estos poblachones manchegos,
llenos de polvo rojizo que el viento arrastra, paredes enjalbegadas y zócalos
azules, de ventanas con rejas saledizas rematadas con una cruz, pueblos donde
al anochecer se oyen los lejanos ladridos plañideros de los perros. Casas de
grandes portadas por las que ha de caber el carro que carga la uva y la
aceituna y la entra al patio amplio y hondo y cerrado que da a las cuadras y
donde se hallan viejas y retorcidas parras que cobijan bajo sus pámpanas
puertecitas que dan acceso a oscuras habitaciones de ventanas pequeñas, sin
cristales, donde se hallan amplias chimeneas con ascuas humeantes, chimeneas
donde se cocina y es el estar de estas gentes cuando el frío arrecia, y aquí
arrecia de firme, y se habla quedo, casi en susurros, en frases apenas
enunciadas, como si la vida se arrastrase o se llevase a pulso.
Azorín habla con la moza que
trajina junto a la lumbre o limpia la loza, conversa con la vieja que mira fija
la llama y recuerda que quizá vivir sea ver volver, como el
propio Martínez Ruiz afirma, pero ese volver no es grácil y juvenil, sino un
ver volver de otros, siendo el propio ya pesado por pasado, recuerdo más o
menos vivo o confuso… Traba largos párrafos Azorín también con los señores
conspicuos, con quienes sobresalen aquí o allá, en tal o cual poblachón. El
tema de sus conversaciones con estos es el mismo: Azorín quiere oír hablar de
don Alonso Quijano, de dónde anduvo, de dónde estuvo, de dónde podría hallar
tal o cual vestigio de su paso por este mundo: la cueva de Montesinos, donde
anduvo preso o donde fue ordenado caballero el mayor de los hombres valientes
que la literatura dio a luz. Va Azorín a la caza de noticias, algunas de ellas
vagas y equívocas, afirmaciones poco fiables, datos que se pierden entre
memorias lábiles y viejos legajos… Historias que se cuentan de padres a hijos,
de unos a otros y que el tiempo desvirtúa y enriquece o empobrece según y como
se entiendan.
No puedo negar, ni tengo por
qué, que el estilo de Azorín me apasiona. Hay que vivificar al escritor de
Monóvar. Pienso ahora cómo disfrutaba tanto con él como con Ramón, sí, con
Ramón Gómez de la Serna. A ambos los leí con la voracidad propia del
adolescente y me sentía fascinado por la velocidad estilística en Ramón y la
morosidad dilatada y severa del estilo azoriniano.
En realidad de las obras de
Azorín no es tanto lo que se pueda contar de ellas como lo que se pueda leer en
ellas. Ortega, tantas veces tan pedante él, decía del estilo azoriniano que era
un hacer primores de lo vulgar, y está inmejorablemente dicho, lapidario.
Ese delicado primor, esa belleza deleznable, ligera y grácil se insinúa apenas
ante nosotros, la leemos, pero queda atrás, en el renglón ya leído y pasado y
arriba… y seguimos renglones abajo camino de otra realidad, o a la misma,
mirada, contemplada, desde otro adjetivo, desde otro sintagma, desde otra
oración y vuélvenos a suceder otro tanto: la belleza nos elude, se nos marcha,
se desvanece para reaparecer al siguiente renglón… Primores de lo vulgar
viendo que el vivir es eso, ¡que no es poco!, que vivir es ver volver.
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