Por razones que no
vienen al caso, en diversas ocasiones he tenido que defender el vaciamiento del
significado de algunas palabras. Así, por ejemplo, ante un juez y en un juicio,
en el que me sentaba en el banquillo como acusado, expliqué cómo la palabras “gilipollas”
puede ser o no un insulto, dependiendo del contexto y el tono. Otro tanto puede
ocurrir con “maricón”, “hijodeputa”, etc. Es ahora, de nuevo, calificativo
común denominar “fascista” por parte de la izquierda a todo aquel que no se
mueva en ese entorno izquierdista –¿qué es ser de “izquierdas”, “derechas”,
“centro”…? ¡Vaciadas de significado!–. Por defender la vida del no
nacido, por pronunciarme en contra del aborto, ¿la interrupción del embarazo?,
soy un “fascista”.
Es curioso que esta
palabra, “fascista”, en los prolegómenos de nuestra Guerra Civil, de la que
vengo hablando en algunas entradas al hilo de la lectura de Fuego cruzado.
La primavera de 1936, ciertamente tenía un vago significado para la inmensa
mayoría de quienes la empleaban, pero servía para unificar y aunar a muchas
personas contra un común enemigo, que, si vago e inconcreto, se percibía como
tal: falangistas, derechista, militares, ricos, conservadores, acomodados…, es
decir, un amplio e inconcreto abanico de personas, distintas a mí y, en tanto
que distintas, enemigas: no contrarias, adversarias, contendientes…, no:
enemigas mías y “fascistas”.
La misma técnica están
usando hoy las fuerzas de “izquierdas” para amalgamar tendencias
irreconciliables, en principio, y servir de ariete para abrir brecha en los
otros, esos enemigos, esos antagonistas que se deben batir… La palabra ahora
puede ser “fascista”, pero esta se ha gastado mucho y el Gobierno y sus
ingenieros de imagen y sonido… han sacado “ultraderechista”, que es más larga,
menos rotunda, pero da pie a poder seguir buscando algún argumento con que
continuar el discurso. Ultraderechista= lamínese.
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