Mentiras
En el titular de algún
periódico por el que paso leo algo así como que a Adela Cortina le asombra la
sumisión general de las personas en España a la mentira. Ciertos ambos asertos:
es asombroso y ese acatamiento es palpable. “Cómo todos mienten, no me importa
que los míos mientan. Más prefiero a estos y sus mentiras que a los otros…
que también mienten”.
Cuando Belloch era
ministro de Justicia, lo recuerdo perfectamente, hizo una afirmación –¡cuántos
años hará, Dios mío!– que me dejó atónito: “Mienten y saben que mienten”,
dijo. ¡Claro, alma de cántaro, quien miente lo hace de forma voluntaria,
queriendo…! Quien miente tira a dar, tiene una intención torcida, tendenciosa. Quien
“miente sin querer” yerra o se equivoca.
La prudencia, esto lo
he dicho no sé cuántas veces, es el auriga virtutis, la virtud necesaria
para el ejercicio del resto, la principal de las virtudes. El mentiroso es imprudente,
pero me resulta repugnante no por imprudente, sino por mentiroso. Conozco mucha
gente que miente, pero no conozco a nadie que le guste ser mentido, decía san
Agustín. Servidor tampoco gusta de ese plato.
Miente el niño por
temor, miente el adulto por vanidad o por interés. La política, ese ámbito inhumano
de la realidad, al parecer, admite la mentira. ¿La soportaría el enfermo de su
médico, el cliente de su arquitecto, de su proveedor, de su abogado…? ¿Por qué
se admite en España en el discurso público? ¿Por qué no se señala al mentiroso
como a un apestado? ¿Cómo se admite que argumente que su mentira es “un cambio
de opinión”? ¿Acaso se puede ser más tonto, más vil… si tal se le admite?
Eso es lo que hay doña
Adela… ¡Tanto escribir de ética para llegar a esto!
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