Se
repite y se dice que hoy es más fácil que nunca editar un libro. Cierto. Lo
puedo hacer con el ordenador y la impresora en casa. Lo puedo incluso escribir
a mano, darle el original a quienes a ello se dedican para que lo mecanografíen
(lo piquen que se dice en el argot) y con eso y una fotocopiadora puedo
hacer tantos ejemplares como desee… ¿Para qué? ¿Para quién?
Existe un sistema más profesional que consiste en enviar mi
original a una de las muchas editoriales que hay denominadas de autoedición.
Se acuerda un precio por ejemplar, que dependerá de muchos factores: papel,
ilustraciones, tintas…, cubiertas, solapas… Se imprimen un número X de
ejemplares. Se paga el trabajito y un buen día llegan todos los ejemplares
metiditos en cajas de cartón. (Algo de esto contaba Ramón Gómez de la Serna en
su Automoribundia: cuando recibió en casa los ejemplares que su padre
mandó editar de su primera novela, Entrando en fuego, que la escribió
con 16 o 17 años. Le embargaba la emoción al ver las cajas allí, los libros
nuevos, el olor a tinta…; lo que no recuerdo es qué hizo con ellos, pero lo
puedo imaginar conociéndolo). Pues ya podemos estar como Ramón con nuestra obra
editada en libro, un libro de más o menos calidad y belleza, dependiendo del
dinero que deseemos invertir y para distribuirlo nosotros o bien servirlo por
cuadernillos o páginas en el desayuno, en el almuerzo, la merienda y la cena,
es decir: ¿Para qué? ¿Para quién?
(Me salto la autoedición en la red… por no complicarnos más
la vida).
El fin por el que alguien quiere escribir un libro se ha
debatido desde la antigüedad y no vamos a descubrir ahora la pólvora sin humo
y, además, no dispongo de tiempo. Lo más inmediato es que quien escribe quiere
ser leído: quien habla solo siempre espera hablar a Dios un día; pues eso: esto
que ahora escribo, espero que sea leído, deseo que este texto muerto, sea
actualizado por usted, lector: que lo resucita de la letra muerta y le da vida,
que lo disfrute, que le haga reflexionar… y lo vitalice con su lectura. Eso de
escribir para uno mismo está muy bien, pero creo que es una tapia de pan mojado
que se comen al rato los gorriones. Escribo para expresarme, para reflexionar, para
ser leído y ser leído por cuantas más personas… ¡mejor! (podría terminar el
párrafo como los dos anteriores, pero nos íbamos a salir del carril que pateo).
Y me voy al tema central que quiero poner en medio de la
pantalla. Cierto que la autoedición, en la modalidad que se desee, no tiene más
cortapisa que el volumen de mi billetera. Nadie me dirá que la novela es mala,
que un poema no es un renglón cortito, o que esa obra de teatro no es que sea irrepresentable,
sino que es un puro que no hay quien se lo fume… Las editoriales de autoedición
son lo que son y están para lo que están: no nos engañemos son una copistería sofisticada
con un sello editorial, que no se hace cargo ni responsable de la obra
excelente que se edita o del bodrio que se pare (del verbo parir, dar a luz),
que generalmente no distribuye (o muy poco, aunque diga hacerlo masivamente),
etc.
Ahora bien: ¿Qué me garantiza el sello de una editorial que
no sea de autoedición? Lo que me garantiza es que ha habido una persona o un
departamento que ha dado el plácet o nihil obstat a un original para ser
editado. Lo que esta persona o departamento viene a decir, en general, es:
“Creo que esta obra puede venderse, puede funcionar en el mercado”.
No dice si es buena o no, porque, como decía José Manuel Lara, fundador que
fuera y dueño de Planeta, el problema es que la obra se venda: a él, en
concreto, le daba igual que la obra fuera buena, mala o peor… Lo que a Lara le
interesaba era imprimir y vender libros que le dieran dividendos: ¡y lo supo
hacer! Ahí está el sello Planeta. He ganado más dinero por lo que no he
publicado que por lo que he publicado, venía a decir. Además, cuanto más
potente sea la editorial y más invierta en publicidad y distribución más
conocida será la obra, más se venderá… y luego ya veremos de su calidad, etc.
¿Por qué entonces se rechaza como mérito, como aval, como
garantía de cualidad de alguien el que se aporte a un concurso una obra
autoeditada? No se admite cómo mérito y se impugna de antemano, se niega su
valor y no existe para ella el indubio pro reo ni garantía que se apiade
de ella. La obra editada, sin embargo, bajo un sello de una editorial, la que
sea, pongamos, editorial Saltimbanqui de Bollullos del Tremedal, ¿da una
garantía a lo editado?, pero ¿garantía de qué? Me pregunto. ¿Quién dijo que la
obra era buena, si es que alguien lo dijo? ¿Qué conocimientos literarios,
estéticos… tiene la persona que decidió que se editara el libro? ¿Cuántas veces
una obra excelente y de éxito fue rechaza por muchas editoriales, antes de que
una se decidiera a arriesgarse a hacerlo? ¿Cuántas obras antes de nacer, de
salir a la luz del libro son abortadas en el cajón, en el disco, en el
ordenador de tantos escritores? Insisto: las editoriales, todas, están para
imprimir y vender libros, no para dar pábulo a quienes hacen arte, ni para
perder dinero invertido en aventuras… ¡es comprensible! Una editorial no es una
casa de beneficencia. Cierto que toda editorial gana su prestigio con la
calidad de las obras que edita, pero lectores hay para todas las obras y esas
editoriales calificadas “de culto” son una exigua minoría que…
Alguien podría alegar que aquellos que dispongan de abultada
billetera podrían editar sus obras mientras que quienes no las tienen no pueden
editar. También suele ocurrir que quienes escriben obras tuvieron la
oportunidad de aprender a escribir, y quisieron ser enseñados, mas no todos
tienen esa posibilidad ni esa voluntad. ¿Por qué ante la duda, la obra autoeditada
es eliminada, anulada? ¿Quién pensó eso y por qué? Se opta a un concurso de
méritos y esas obras… carecen de valor. (No hablemos de las dudas que surgen en
el ámbito académico de los artículos supuestamente “científicos” que editaron
amigos de amigos en revistas y libros -se los puedo mostrar- ¡que nunca nadie
leyó!, ni tenían valor alguno, pero ahí están y sí cuentan como mérito académico,
avala personal… de la endogamia, el nepotismo, etcétera). Me acuerdo aquí de
Miguel Torga, sepa Dios quién lo conoce aquí, el escritor y médico portugués, acusado
comunista si no me falla la memoria, que siempre se autoeditó por no tener negocios
con las editoriales… ¿Cuántos como él?
Pasen lo aquí escrito y pensado a perifrástica, no a pasiva
o activa, sino a perifrástica con los premios literarios, por ejemplo, y
tendremos más de lo mismo: ¿Quién garantiza el valor de una obra por un juicio
de un jurado que compusieron no se sabe quiénes?
Suma y sigue…
Alguien me puede explicar esto…, por favor.
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