Cuando
Honorino abrió los ojos creyó pensar que llevaba mucho rato despierto. En
realidad, no hubiera podido asegurarlo meridianamente. Podría ser verdad y no
haber pasado. Sí echó en falta a Honorio, eso fue seguro. Desde que este se fue
era lo primero que percibía, lo primero en que pensaba al resucitar de cada día:
su ausencia. Oyó el molesto y confuso chirriar revolado de los gorriones en el
ciprés de la lonja. Prestó aún más atención con los ojos cerrados y dudó de si
venía el alba o si sencillamente seguía dormido como los gorriones que se
cobijaban durante la noche en el ciprés que la Cipriana plantara. Las plantas y
los árboles eran todos cosa de ella, pero cuando plantó el ciprés, él creyó que
ese árbol no traería nada bueno. Sea como fuere, Honorio estaba ausente. ¿Estar
ausente? Era expresión usada en la escuela: “El Martín está ausente, don
Mariano”, “La Rosa está ausente, don Mariano”. Esa expresión, llamaba su atención
desde niño, casi desde el principio de oírla. Si estaba, era porque se
hallaba donde quiera que fuese, pero ahí, allí, aquí, fuera, dentro, arriba… Ausente
no indicaba lugar, sino negación de espacio: ausente era no estar… Luego, ¿cómo
era posible estar y no estar? Cuando Honorio estuvo un día
ausente, Honorino pensó que su ausencia no sería definitiva, que su marcha
sería transitoria, que no estaba, pero estaría, que volvería, que habría salido
con intención de regresar. Ausente estuvo siempre la Leles porque no era
normal: estaba ahí, pero ausente: “La Leles, no está terminada”, decía su padre
y ella miraba halagada al oír su nombre y sonreía como lo hacía ella, a lo
bobo. Escuchó de nuevo con suma atención. Estaba seguro de estar despierto, de
no estar soñando lo que pensaba, si es que esto lo pensaba y no era una
realidad soñada. Le hubiera gustado volver a abrir los ojos, pero no pudo. Oía
a los estorninos o eso le pareció. En ese momento de intenso sopor, no supo
decirse si el pajarraco negro cantaba o chillaba o silbaba, le entró la duda, pero
estaba cierto en que incordiaba: era su sino. Honorio se lo hubiera dicho sin vacilar:
si silbaba o cantaba... Se estaba orinando. Era seguro que, si no había llegado,
estaba a punto de llegar, de estar, de romper el día, y se quiso imaginar la
intensa oscuridad previa, miles de veces vista, antes de alborear.
—Ya
viene, Honorino, ya llega…
—¿El
qué, padre, qué viene?
—¿Qué
va a ser, coño? El día.
—¿Y
cómo viene el día padre?
—Pues… -y su
padre pareció confuso-. Pues… -añadió-: ¡viene… viniendo! Déjalo estar y no
enredes más con tanta leche.
Ya
no pudo aguantar más y se incorporó con cuidado. Apartó las mantas. Muerta la
Cipriana, sábanas no usaba. Descalzo y como estaba, sin calzoncillos, que
tampoco usaba para dormir, y en camiseta, salió a la puerta. Al cruzar la lonja
notó en las plantas de los pies los chinos redondos del río que pusieron
incrustados en el cemento del suelo. Acudió la Lali a husmearlo. No se dijeron
nada. Allí estaba un nuevo día asomando por las Tiorras. Oyó al este el canto a
llano del alcaraván. No le gustaba orinar en el váter; prefería mear a chorro
libre, sin cogérsela, directamente sobre la tierra.
—Para
mí un baño está de más -advirtió.
Y
le dijeron que no podía estar allí sin uno, sin un baño: con ducha, con lavabo,
con váter… Abrieron el pozo ciego. Ayudó él a cavarlo. A poner la piedra en
seco del revestimiento. Fueron días de calores. Lo hicieron el pozo en la
trasera del cortijo. Tres habitaciones: un cocinón y dos dormitorios. Uno para
la Cipriana y para él, el otro para Honorio, el hijo ausente. El hijo muerto,
sin embargo, el Eu, no estaba ausente: ese se fue para siempre y no tuvo nunca
cuarto para él. Un par de cuadras adosadas a un lateral hicieron.
—Mejor al este
que no da el tiempo. Ya ve -le aclaró al amo-: manías de la Cipriana que
aprendió del Celestino, mi suegro que en paz descanse.
El
amo, don Emilio, asintió con la cabeza.
—Tanto
da a un lado como a otro -dijo don Emilio, el amo, que en tiempos fue médico
por unos años, pocos. Entonces era joven y no era aún don Emilio, sino el
hijo de don Jacobo-. Donde os guste -y mirando al Benito, el albañil, le
dijo-. Como ellos dispongan, donde ellos prefieran.
Se
derribó la casa vieja de tapiales. La máquina apenas le dio un achuchón y todo se
deshizo en un montón de polvo muy rojo, con tejas rotas… Se quedaron de pie las
dos moredas junto al pozo, y una encina muy grande y gorda, redonda. Y se
hicieron unas cuadras casi el doble que la casa. Para vivir ellos poco
necesitaban.
Los
gorriones huían del ciprés y de las moredas. En la encina solo dormían en
invierno. Tomaban la dirección del soto. Salían en grupos de ocho o diez. Sin
cesar su alboroto. El chorro se cortó. Y se restregó la chorrina contra el
faldón de la larga camiseta que usaba para dormir. Brotaban las vides. Los pámpanos
de las vides ya más de una cuarta tenían algunos. Miro la parra que cubría la
lonja y vio que iba con retraso. Se venía encima otro día caluroso más. Un día
de insoportable calor que debía aguantar. Le consolaba pensar que vendrían
otros peores, que el fondo del vaso muestra un más allá. Se lo enseñaron su
padre y su propia experiencia.
—Tras
lo malo puede venir lo jodido, pero por muy jodido que sea siempre puede ir a
peor y venir más jodido aún… -y apuró el vaso de vino.
—¿Y eso, padre?
—Porque así es la vida: jodida. No quieras buscarle explicación.
No la tiene. Por lo mismo que la luna está arriba y la tierra abajo…
—¿Crees que así es, padre?
—¿Cómo que lo
creo? ¡Lo sé, coño: lo sé! La vida no da tregua. Si te coge mal te desnuca.
Y
el Honorino lo escuchaba con la unción propia de quien escucha un oráculo y anhela
fervientemente aprenderlo de memoria, sin perder ni cambiar palabra. Siempre
miró a su padre, como don Críspulo, el cura, miraba al altar de la iglesia del
pueblo, con su Cristo de clavos dorados… Un sí es no arrobado y viendo más allá
de lo que había delante.
—Muchas
veces, Honorino, es mejor no intentar comprender por qué funcionan o
no tales asuntos de la vida. Así son sin más. Darle vueltas solo trae caldearte
la cabeza y que se te queden los pies fríos.
Tenía Honorino la tentación de preguntar por qué siempre se
caldeaba la cabeza y se helaban los pies, pero ya sabía la respuesta de su
padre a la segunda pregunta.
—Déjalo
estar y no enredes más con tanta leche.
Ese era el punto y final. Se terminó. Siempre preguntó a su
padre mucho, y mucho sobre todo: solo a su padre. Lo hacía con la naturalidad y
la candidez de quien es consciente de que su ignorancia es un abismo negro,
denso, casi infranqueable…, como la charca del alpechín cuando ya, por julio,
va evaporándose el agua y se queda como el alquitrán que echaban los del MOPU
en la carretera de la salida del pueblo. Bien claro que se lo dijo a su
hermano, el mayor, el grande, el muerto, el Eu:
—Cuida de que la perra no se acerque a la balsa de lo
negro…
La perra se puso a jugar, a darle carreras a la cabra del
Mateo, que estaba atada a la higuera y jugando jugando… se cayó la perra a la
balsa. El animal, no era la Lali, era otra perra la que tenían entonces: la Leo.
Se cayó sin de pronto hundirse, sino que se quedó clavada, flotando, pero, a su
vez, se sumergía poco a poco…
La Lali se arrimó de nuevo. Olió la tierra recién meada y se
agachó para hacerlo también ella. Él esbozó una sonrisa: “Honorino, cuando no
me cago, me meo y me orino”, “Honorino, tu papa va harto de vino por el
camino”, “Honorino no tiene huevos, sino golondrinos”…: eran las puyas de los
niños en la escuela y la calle. Por eso pensó que llamarse Honorio era como llamarse
Honorino, pero hacía más difícil la rima, aunque a la escuela, a su hijo, lo
llevó dos años y la calle no la pisó, porque vivían en el cortijo.
Cayera
el calor que cayera había que repasar las vides, una a una. Parecía aburrido,
pero no lo era. Una tras otra. Hilera tras hilera. A simple vista todas las
vides, para el profano, todos los olivos, todos los geranios y todas las
aspidistras eran lo mismo, pero no era así. Todas, una a una, eran distintas,
con su vida y su historia propia. Diferenciada. Se lo dijo su padre y así era.
Cuando se lo contó al muchacho que estaba ausente, el Honorio, este le
respondió que ya lo sabía.
—Cómo
los pájaros, los perros y las personas.
El Honorio, su hijo menor, que estaba ausente, no preguntaba
apenas nada, salvo a su padre; aunque sencillamente sabía y sabía de casi todo.
Lo más curioso y de lo recordado en el pueblo fue cuando los extranjeros del
coche grande tomaron la curva cerrada del caserón de don Marcial. Se fueron en
un pispás al habar que tenía sembrado el Marciano, el casero viejo, no su hijo,
sino el viejo, el Levita, al que le faltaban media nariz y la oreja izquierda.
El coche se quedó como una cucaracha panza arriba, incapaz de voltearse… El Levita
dijo que las ruedas estuvieron un rato dando vueltas y más vueltas sin parar y
que el polvarín le impedía ver con certeza lo ocurrido. Fue cuando el Honorio
pasó por allí y don Marcial salió sin chaqueta ni corbata a la solana del
cortijo.
—¡Niña, dame las botas! -dicen que gritó, porque
también salió con las alpargatas de estar en casa. Y así con los faldones
fuera, con las botas sin atar, sin chaqueta ni corbata, atándose el cinto de
los calzones… bajó a la huerta donde ya estaban el Marciano, Honorio y el Roga,
el de la Francisca, que entonces tenía arrendada la huerta grande que alindaba
con la de don Marcial.
Allí
todos alrededor del coche, con el polvo flotando, las ruedas ya paradas,
gritando unos y otros… Olía a gasolina. Se ve que se salía por algún sitio
indeterminado.
—Más
de media huerta larga me dejó revolcadas las matas -se lamentaba el Marciano pasado
el tiempo -. Mira que las iba a haber cogido dos días antes. Me dije “Marciano,
si llueve te sobrará barro y agua”. Temía que lloviera… ¡Y vaya si llovió!
¡¡Cayó, coño, un coche del cielo y vino a joderme el habar!!
Don
Marcial le dijo al Roga que una de dos: o apagas el puro o vete a tu huerta:
—Aquí,
así, con el puro y la gasolina no te necesitamos porque bueno está lo bueno… A
ver si vamos a estallar el tanque de gasolina y nos vamos todos de viaje eterno.
Y
el Roga en el talud, sin decidir qué hacer. Si tirar el puro o largarse. Todos
dicen que soltó el colillón en la horquilla de una retama del paseo de la
carretera y se dejó caer para ayudar. “Tenía más de medio puro largo…”, apuntó
Juanito, el Dientes. Decían que don Marcial, cuando sus años mozos, cuando lo
de la guerra y después, había sido alférez de ingenieros y que sabía de
explosiones y dinamita y por eso le dijo al Roga que se dejara de puros y
gasolina, se ve que era por evitar una peor.
—¡A
ver si nos vas a descojonar! -le dijo, según contaron otros.
Fue
entonces cuando el Honorio, que se había agachado y aproximado a la ventanilla
del conductor avisó:
—Dicen
que no pueden abrir las puertas.
Por
el lado del copiloto les pareció más fácil desencajarla y así fue.
—¿¡Cómo están!? -les gritó don Marcial a los
ocupantes del vehículo. Tampoco llevaba la dentadura puesta-. ¿¡¡Están heridos!!?
—Son
extranjeros, jefe -dijo el Marciano, señalando con la barbilla la matrícula
negra-. No chanelan.
La
señora que iba de copiloto gritó lo que quiera que fuera, que no lo
entendieron, pero el Honorio aclaró que:
—Dice
que están bien, pero que le duele un brazo y una pierna…
Tras
abrir la puerta a tirones, con sumo cuidado sacaron a la señora que,
efectivamente, tenía el codo del brazo derecho dislocado y magullada la
pantorrilla. El conductor salió sin un rasguño y al decir del Roga…
—El hombre salió iluso…
—¿Salió qué? -se cachondearon de él.
—Iluso,
coño, iluso… ¡eso fue lo que dijo don Marcial!: “El hombre está iluso”.
A
partir de entonces, el Roga cambió el mote de su familia, los Tiernos, por los
Ilusos y él murió como Roga, el Iluso, cabeza de una larga estirpe.
El
conductor, que tenía un golpe en la frente, se dirigió a la señora. Todos
miraban y callaban. El polvo ya se había asentado y el Marciano, el Levita,
miraba las matas de habas maltrechas y arruinadas.
—Le
dice que no se preocupe por el coche, que si le duele mucho -tradujo Honorio.
Fue
entonces cuando don Marcial pensó que de qué leches sabía el niño el idioma que
fuera que hablaran los accidentados.
—Diles que si quieren llamar por teléfono, que en
casa hay uno.
—Hablar
no sé don Marcial.
Fue
entonces cuando se descubrió que el Honorio entendía otros idiomas, pero no los
hablaba: los entendía sin más. Nadie dio explicación del fenómeno. Solo don
Críspulo, el cura, apuntó la posibilidad de que el Espíritu Santo, que obra
donde y cuando quiere, estuviera actuando en el Honorio. Honorino, sin embargo,
pensó como lo hacía su padre y lo hacía él, y así lo dijo:
—Déjelo
usted estar, don Críspulo, y no enrede más… -y ahí se paró porque lo de “con
tanta leche”, le pareció irreverente decírselo al cura, y ahí se frenó.
Se
volvía adentro cuando observó que no oía las gallinas y que los tallos de las
vides, así vistos, a lo lejos, parecían mustios, lánguidos, como si los
hubieran quemado. Miró al cielo y no notó nada distinto del amanecer.
(Cuento registrado)
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