La
amplificación, como figura literaria, a veces, por los ignaros, se puede interpretar
como vacua retórica, parrafada, pedantería…, sin embargo
bien puede ser selección, elegancia y precisión. No me desagradan los
culteranos ni los conceptistas, ramas ambas de un modo de entender no sé si
solo el estilo literario, sino el modo de vivir. Hablé en alguna ocasión de
mimar la palabra, acariciarla y llevarla por sintagmas acolchados y blandos,
sensuales… Me gusta porque lo entiendo como adecuación a un momento, a un
texto… Creo que algo vago de todo esto hay en esta obra de Fernando Aramburu:
es el estilo el que soporta el libro, es decir: no importa para él, creo, tanto
qué cuenta y qué dice como el modo en que esto es contado y dicho; mas no puedo
dejar de preguntarme ¿dónde empieza la amplificación vacua y artificiosa y por
dónde transita la belleza y la elegancia, la armonía de un texto?
El título ya, de
entrada, se muestra enigmático para el lector, que podría pensar que hay una contradicción
o una antítesis, una imposibilidad. ¿Cómo es posible un autorretrato sin quien
dice hacerlo de sí? ¿Qué juego encierra para el lector el autor del libro en el
título? El autor habla de sí, no cabe duda. Lo hace con cierta ironía en ocasiones
como distanciamiento de la realidad vivida, de los sucesos acaecidos que quiere
mirar como si lo hiciera en otro, en la vida de otro.
El libro lo
componen breves escritos en los que el autor, por regla general, rememora
hechos, personas, lugares, sucesos nimios de su existencia que, siendo
inanimados, incluso, cobran entidad de receptores de sus palabras. El autor
dialoga o recuerda con emoción lo enumerado arriba: la novia que fue y no llegó
a ser esposa, pero ¡cuánto podría haber sido de no haberse bifurcado el camino!;
el desdoblamiento de su persona; su Donosti natal… Segundo libro leído de
Aramburu y ya sé bien de su padre: su condición de simple obrero de la que él
deseó siempre huir; de la carencia de libros en su casa, que los profesores no
son buenos educadores; que su novia alemana – sí fue su esposa y que tras ella
se marchó a Alemania-; la añoranza de Donosti y el mar; el gusto por lo
sencillo, por el vino (su padre abusaba de él los fines de semana), su trabajo
como escritor, su alarde innecesario, o no, de su ateísmo…; ¡que una vez tuvo
pelo y muchos amigos en Donosti! La enfermedad de su hija asoma con claridad,
como el error de un diagnóstico fatal para él, por suerte para todos… Curiosa
la ausencia casi absoluta de su esposa, que cruza levemente por algún
renglón del libro.
Aramburu parece
presentarse como un hombre satisfecho de sí, feliz, en paz. A medida que he
avanzado la lectura me he ido cansando de una obra que se pudo reducir a un
tercio de no haber abusado, a mi juicio, de tanto circunloquio,
amplificación… Esa búsqueda de una
mirada singular de la realidad, ¿poética?, me termina siendo aburrida por
artificiosa: parece un juego en el que el autor quiere decir sin decir y además
lo que dice hacerlo de modo cuanto más oblicuo e indirecto posible, mejor…
Alfonso Sancho diría: “hinchando el perro”. La finalidad del léxico muy tenso,
de unas construcciones oracionales deliberadamente, intencionalmente, tersas y
efectistas cansan, me han hartado: lo siento. Busca, para mi gusto, en exceso
extrañar al lector: son innumerables los ejemplos; y efectivamente, el lector
se enfría y distancia, al menos en mi caso.
En algún momento los circunloquios me recordaron a la obra Ramón, en este caso carentes de la frescura de aquel: a sus Cartas a las golondrinas o Cartas a mí mismo… Ya digo, sin la originalidad, la frescura y la sorpresa que siempre Ramón depara y que Aramburu convierte en tedio: se excede con la melcocha y el maquillaje.
Segundo libro que leo en un breve tiempo de Aramburu. Hago votos por leer Patria, y a ver si deshago el empate y la sensación agridulce que este libro me deja con respecto a Las letras entornadas. En Patria quedamos.
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