No recuerdo momento en este
quehacer del leer y escribir en que el trabajo no se me acumule, día en que no
haya sobre la mesa, en la estantería… libro que espere ser disfrutado y
despachado, artículo o libro pendiente de ser escrito, terminado (?). Imposible.
Si antes fueron entradas para la prensa, ahora son entradas para el blog que
quedan apenas esbozadas: unos renglones y unas ideas abajo que deberán ir
tomando cuerpo: “Que no se me olvide”. A veces, esas ideas van a más, aumentan,
toman más y más envergadura y termino por hilarlas y componerlas cuando me abro
hueco entre el marasmo donde no siempre es fácil poner orden. Vivir es un movimiento
desequilibrado que produce, a veces, mareo y vértigo.
Confluyen en este caso… y acuden
a mi memoria y saltan en estos días por casualidad varios comentarios, ideas,
asuntos diversos sobre la poesía desde un ángulo desde el que alguna vez
reflexioné, hablé y no sé si escribí. El sentido de la poesía. Terreno trillado
por muchos más capacitados y conocedores de esa realidad que servidor, pobre
aprendiz de todo, maestro en nada.
Hace muchos años un antiguo
colega me preguntó un día por ese mismo sentido del quehacer poético: ¿para qué
sirve la poesía? En términos estrictos e inmediatos supongo que la poesía, como
la lectura, en general, dando por respuesta un exabrupto, no sirven para nada.
Esta respuesta la di muchas veces a quienes me preguntaban por el sentido de
mis lecturas interminables, continuas, quizá excesivas. Leo para nada.
Se escribe la poesía para nada. En un caso y otro no es cierta la respuesta.
Quien escribe poesía es aquel que nos pone en relación con lo inefable en
alguno de los extremos imprescindibles, necesarios del ser y, en particular,
del ser humano entre los otros seres, humanos o no. Nos aproxima la poesía a
precipicios o planicies, alturas u hondones, a realidades que apenas se vislumbran
siendo
necesarias. Heidegger afirmaba que “el poeta dice lo sagrado en la época de la
noche del mundo”, lo que así dicho por él, intuimos que tiene mucho que hablar,
aunque algunos no sepamos de qué; cosas de Heidegger.
Castillo de Duino |
Estos días atrás leía las Elegías de Duino con mis alumnos (menos
un chico, todas chicas). El acercamiento a la poesía de Rilke ha sido suave, un
plano inclinado que nos ha llevado desde su momento, por su entorno, sus
viajes, rasgos generales de su personalidad y su vida… Y asalto definitivo a
las Elegías. No sé si el salto ha
sido tan venturoso como lo esperaría Dámaso Alonso, ¡pero saltamos! Bucear en
Rilke es hacerlo en océano sin orillas ni fondo, parece. Para muchos las Elegías
de Duino y los Sonetos a Orfeo son las dos grandes obras de Rilke.
Hasta ese momento su poesía fue un largo camino donde el poeta se pregunta, por
él y por nosotros, en tiempos de penuria: una penuria que nace de la muerte de
Dios voceada por Nietzsche y de la ignorancia por el sentido de la muerte
humana, de cada humano. Me acordé en esta lectura de quien fuera profesor de
servidor, el doctor Bermúdez Cañete.
Recuerdo que Pedro Antonio Urbina en
su Filocalia o el amor a la belleza
insistía en el absurdo de querer interpretarlo todo, cuando con mirar ante el
cuadro, por ejemplo, sobra. Algo así defendía Rafael Ballesteros con respecto a
la música: no se traduce, se escucha y se goza. Esto es lo que he pretendido
con esa poesía de fondo de animal de fondo de Rilke. Me he dejado llevar
por la sugerencia de los temas apenas entendidos, apenas insinuados por el
poeta. Hallé relaciones imposibles, inverosímiles sobre la soledad del hombre.
A lo peor “No sólo no estamos preparados para una interpretación de las Elegías y Sonetos, sino que tampoco debemos hacerla” (Heidegger), por mucho
que el profesor Bermúdez Cañete, que sabe de qué escribe, afirme que, al final,
Rilke escribe sobre el hondón de la intrahistoria donde descansa mucho de lo
más humano: “los
temas clave de la obra rilkiana: el amor imposible o frustrado, la muerte, el
desamparo de la infancia, la soledad del artista”.
Al escritor, a quien pretenda
serlo, quien esté en ese camino… que nunca acaba, entiendo, no está de más la
lectura atenta de otros escritores que puedan ser modelos. Los poetas, según y
quién, eligen con mimo y dulzura la palabra que en el verso encajan y creo
conveniente su lectura. Así, también, a los ensayistas, dramaturgos,
novelistas, cuentistas… Me ha extrañado la afirmación de un joven español, novelista
vendedor de miles de ejemplares de su primera novela, y que confesaba su
ignorancia: como escritor y como lector. Solo se me ocurre, para explicármelo,
la fábula del burro flautista de don Tomás de Iriarte, aunque el pobre
novelista de éxito no sepa dónde colocar al fabulista. A lo mejor es amiguete
de don Mario Vaquerizo que afirmó rotundo y sexy, todo éxito y fama él,
refiriéndose a Shakespeare: “No he leído nada de esa”. Y es que don Mario ni
lee ni distingue de sexos.
A pesar de ello la poesía no es
asunto de maricones como otrora me dijera un alumno pequeñajo: “Leer poesía es
de maricones”, que sepa, bendito sea
Dios, dónde recolectó semejante información y amasó dicha opinión. No, chaval,
no. La poesía, por mucho que el otro día leyera con vergüenza la
sinvergonzonería de Luis Antonio de Villena, no es asunto de maricones: no
hallo su bochornosa entrevista en Internet de hace no mucho, se ve que la
suerte está de mi parte. Es hermosa la poesía… cuando es sincera, enaltecedora
y colonizadora del ser. Me admira el poeta que al nombrar ciertas realidades
estas son descubiertas como la flor que de pronto se abre y muestra lo íntimo,
lo esencial y real que hay en ella.
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