¿Acaso fue todo, como todo parece ser en la vida, obra de unos
pocos, frente a la hostilidad de otros y la indiferencia de la mayoría?
Luis Cernuda.
De un modo u otro, varias veces en los evangelios,
Lucas y Mateo narran un pasaje de la vida de Cristo en la que este afirma que
ningún profeta es aceptado en su propia tierra, que nadie es profeta en su
tierra… Y también los evangelistas ponen en boca de los paisanos de Jesús la explicación
autoexculpatoria para no valorarlo, ni creerlo: es el hijo del carpintero, el
hijo de María, es conocido él y sus familiares porque viven entre ellos y, en
resumen: ¿quién es este para enseñarnos, corregirnos y dar lecciones de qué?
Jesús no estaba revestido de ninguna potestas, no se le había otorgado ningún cargo,
empleo, dignidad pública que lo elevasen sobre sus vecinos. Jesús tiene la auctoritas de quien sabe, de quien
domina porque él es el Dominus, sí,
es el Maestro porque es Dios. Solo la malicia, la envidia de sus vecinos,
anularán la posibilidad de que Cristo actúe como tal, porque la fe de quienes,
babosos, buscan excusas para no creer en él, le impiden que haga milagros: para
que estos ocurran se necesita una fe como un granito de mostaza, pero ni a eso
alcanzan los envidiosos.
Los españoles han sido señalados como un pueblo envidioso.
La envidia es ver con malos ojos al vecino para quien deseamos la desgracia del
uso de aquello que es, posee, tiene; es “tristeza del bien ajeno”. Julián
Marías, que algún día, cuando pase la podre, se rehabilitará intelectual y socialmente,
utilizaba una expresión, para mí magnífica por su claridad. Hablaba el filósofo
del rencor
contra la excelencia. Todo aquel que desee, anhele estar en camino
hacia la excelencia, todo aquel que pretenda salir del montón, aquí, en España,
será criticado, envidiado, ensuciado, vituperado, con el silencio de los demás
o la murmuración pringosa, la calumnia sebosa. Si seremos pueblo de albañal, que
somos capaces de retorcerle el pescuezo a las palabras para alcanzar la
quintaesencia de la llamada envidia buena por no hablar de admirar, admirable, gozoso, maravilloso
ante lo bueno que el otro intenta, lo bueno que alcanzó, la excelencia que
procura no sin esfuerzo, porque no hay realidad ardua que se alcance sin el
compromiso total de la persona. El envidioso siempre hallará qué decir malo del
otro: “Que su hermana era ligera de cascos”, “Que le mueve la soberbia”, “Que
es un soberbio”, “Que su padre estuvo en la cárcel”, “Que su gente procedía de
una familia humilde”… Lo que sea
necesario para no admirar la grandeza del otro que intenta elevarse sobre la media,
sin usar a los demás como peldaños, sin ofender a los demás, con honestidad y
verdad.
Giotto di Bondone, Imagen de “La Envidia” Capilla de los Scrovegni 1302-5. Padua. |
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