A mis alumnos, tantas veces principitos,
tantas veces hermosas rosas.
Termino en este mismo instante esta
obra maravillosa. No la he leído solo. No la he leído como normalmente leo,
como se lee de un tiempo a esta parte (no siempre fue así): sin voz, solo
pasando la mirada sobre los renglones. La he leído esta vez en clase, con mis
alumnos, en voz alta.
Me
quedo triste. Siempre que termino de leer este libro me deja un poso de
tristeza y así, supongo que por esto mismo, concibo igualmente la personalidad
de Saint-Exupéry, por quien tengo un amor de ternura, el amor que se tiene por esos
niños grandes, un poquito inermes, desamparados, como un principito más… ¡Dios
cuántos principitos en sus planetas! ¡Cuántas estrellas sin amigos! ¡Cuántas
flores molestas, solitarias, coquetas, exigentes… tiernas, abandonadas,
excelentes! ¡Ay, quizá no debimos escuchar del todo sus palabras!
Les
pregunto en caliente a mis alumnos qué opinan del libro que hemos leído y
comentado durante unas semanas… ¡han sido semanas de comentarios biográficos, aclaraciones,
anotaciones!
El
libro, me dicen, les ha gustado. Las palabras, lo que dice, añaden, se
entiende, pero no se comprende del todo ni fácilmente: “A veces no sé qué
quiere decir el autor”. “Lo que sé es que el Principito se ha ido”, concluye
una chica. La secuencia de la serpiente al final, la conversación con el
piloto, el modo en que volverá a viajar a su planeta…
“es extraño”, me dice otra. Otra alumna, de pronto, cambia el tema, parece como
si quisiera salir del pozo de tristeza en que nos ha sumido al final del libro
y habla de “la enseñanza. El libro, el autor –dice– nos enseña”. Le
pregunto: “¿Pensáis que la finalidad el libro es meramente didáctica, es decir,
para enseñar?”. “Sí”, responden. Dos chicas comentan: “Yo me quedo con la idea
de que lo esencial es invisible a los ojos”. “¿Qué significa para vosotros
esto?”, pregunto. “Que lo más importante no se ve con los ojos…” Entonces,
añado: ¿Cómo lo veo? “¡Con el corazón!”, me dice de inmediato una alumna.
¿Acaso el corazón ve? ¿Cómo ve? “No tiene ojos, pero…”, dice un chico. “Pero
siente…”, completa una chica.
Les cambio el tema. Si tuvierais que
aconsejar el libro a alguien, primero: ¿Lo aconsejarías? Segundo, ¿por qué?
Unánimemente me dicen que lo aconsejarían…, pero ¿por qué? “Por lo que
enseña…”, responden casi sien pensar. ¿Y la belleza que encierra, no os llama
la atención? Digo: la belleza de una amistad que nace, crece…, se hace
literalmente amable: con el zorro, con el piloto… ¿No pensáis que hay mucha
belleza en el amor entre la flor y el principito? No parece que tengan una
visión positiva de la flor porque es creída, soberbia… Y entonces les vuelvo a
recordar un libro que leí hace muchos años, escrito por la flor.
“La flor –les digo- era la esposa de Saint-Exupéry. La viuda salvadoreña del
escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, que escribió un libro
titulado Memorias de la rosa…”. Apenas recuerdo el libro, pero sí
que no me gustó que era… mejor dejarlo aquí. Ya se lo había comentado cuando
leímos el capítulo de la rosa, y ellos recordaban esto.
Les animo a que apunten más ideas, pero
solo sonríen y miran a otro lado, como si no fuera con ellos. Me asombro.
Después de semanas de lectura detallada, detenida, comentada, ¿son incapaces de
aportar solo esto? Ojo: son buenos alumnos… ¿Qué sucede? (Yo sigo con la
tristeza de un principito que se ha ido a su casa…). También, añaden ahora, que
se acuerdan de aquella flor de tres pétalos que, sin saber nada de nada, opina,
dice, etc.: “¡Se parece tanto a tantas personas! –les digo– Esas que hablan de su verdad”.
Me dice una alumna… “cuando habla de ella nos dice: de tres pétalos, como si fuera nada…, como un desprecio”. Y de
nuevo irrumpe una alumna que dice: “¿Qué por qué se interesa tanto el
principito por encontrar a los hombres? No lo sé”… Esta chica es muy impulsiva: piensa a borbotones. Otra le
responde: “porque busca amigos”… Y yo añado ¿Y para que quiere amigos? “Para
ser feliz, para compartir…”, me dicen, y ya casi enfadado les recuerdo lo que
ha sido una idea muchas veces repetida en estos meses, una idea de quién es el
hombre: ese animal, racional…, ¡dependiente! –les digo ya con cierto énfasis y
levantando la voz. El hombre necesita a otros hombres para llegar a ser él
mismo, para ser feliz… “Os dije que comentaba Ortega que el hombre solo es un
¡jaramago universal!”
El Principito, tras morderle la serpiente dorada, volvió, no sabemos cómo, a su
planeta. Saint-Exupéry, tras su último vuelo, tras picarle el avión en qué
volaba, quizá también volvió al planeta de los niños.
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