Nada descubro si
afirmo que el mes de noviembre en la Europa cristiana es el mes dedicado a los
difuntos. Se inicia el día 1 con la festividad de Todos los Santos y ya el día
dos, los Fieles Difuntos. Medito que hoy es raro morir en casa. Rarísimo es que
se vele al difunto en el hogar. Ahora somos
de morirnos en los hospitales y en los asilos: esos morideros donde nos estacionarán
el día que no podamos conducirnos. Ni en los pueblos los niños ven a los
muertos. Todos, sin embargo, estamos ahítos de ver cadáveres en la tele: en las
películas, en los dibujos animados…, y en esas otras filmaciones normalizadas,
diarias, de guerras, atentados, asesinatos, masacres que las noticias nos
ofrecen, pero tampoco parecen muertos de
verdad esos que sí lo son, sino muertos de película, muertos de
mentirijillas. Las flores de plástico son tan semejantes a las verdaderas que
nos hacen dudar, y García Márquez, entre sus muchas necedades, decía que traían
mala suerte a la casa que las tuviera; en la mía, por buen gusto: no las hay.
Cara data vermibus… Carne dada a los
gusanos… El acrónimo ca-dá-ver… Lo creamos o no, nos sorprenda o no, algún día,
a no tardar, nosotros seguro seremos auténticos cadáveres, esa carne que se comerán
los gusanos. Llegará la muerte, sin avisar… y esa realidad de ficción y
plástico se convertirá en un hecho irrefutable, sin arreglo ni componenda. “¿¡No me digas que ha muerto Fulanito!? Pero
si lo vi ayer”, “Sí, fue anoche”. Hoy me dicen que ha muerto Fidel, ese
protagonista más, para mí, de uno de los cuentos más famosos de Augusto
Monterroso: “Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, es todo el
cuento: te despertabas y Fidel seguía con su puro y su barba y después con su
barba y su chándal, ¡talmente un señorito! Pues es cierto que un día ya… el
dinosaurio, esos dinosaurios… dejan de estar aquí y allí.
Recuerde
el alma dormida,
abive
el seso y despierte
contemplando
cómo
se pasa la vida,
cómo
se viene la muerte
tan
callando;
cuand
presto se va el plazer,
cómo,
después de acordado,
da
dolor;
cómo,
a nuestro parescer,
cualquiera
tiempo pasado fue mejor.
Maravilloso
el sermón de Manrique. Me interesan las 24 coplas primeras especialmente. Bien
poco me atrae lo que nos dice de su padre y cuñado, en gran parte incierto: el
amor, que tampoco fue mucho por su padre, siempre es ciego y lo dice hasta
Tomás de Aquino. Caen en mi vida estos versos como las hojas al otoñar, y los
que continúan, como una salmodia que me recuerda algo que no olvido. Mi fin,
que no mi sentido, será la muerte. Sí, vendrá callando, cortará el hilo y todo
habrá acabado en esta obra, para mí, lo creo, en su primera parte. ¿Quién fue
este Jorge Manrique capaz de escribir esta maravillosa elegía?
Leo
estos días un libro antiguo en mi casa, libro que compré no recuerdo ni dónde
ni cómo ni por qué, pero que ahora, estos días leí. No me gusta el enfoque que
le da el autor que debió hacer un esfuerzo tremendo con el estilo y la
investigación. La contextualización histórica de Manrique es riquísima,
magnífica, propia de un estudio histórico, que no biográfico novelado,
entiendo, opino. Me desconcierta lo que leo en la obra, insisto. No logro
llegar al hondón del ser de ese Manrique que ¿así por las buenas, de pronto
escribió, con su edad la mejor elegía que conozco? (la de Federico a Sánchez
Mejías me parece muy lorquiana y nada de mi gusto; la de Hernández a Sijé, el
resultado de varios ensayos con óptima consecución). Y ya que estoy… En las
elegías de Lorca y Hernández el muerto, que ya lo está cuando se escriben, es
otro; en la de Manrique el muerto aún no lo está y, sobre todo, soy yo, seré
yo… Y el problema estriba y asienta en que yo… no… me… he visto muerto… NUNCA:
no tengo experiencia sino de la muerte de los otros, de eso que se llama la gente:
¡Qué cosas les pasan a la gente!, pensando quizá que yo, usted, no somos parte de esa
gente. Mi experiencia impremeditada me dice que los demás son quienes
se mueren… Servidor de momento no gasta… Por eso Manrique en este mes que lo
releo, lo medito, nos recuerda que ya él fue río que llegó al mar… Nuestras vidas son los ríos. Sí, la
elegía manriqueña es un sermón -que no un fervorín-, que cae en mi alma como
una salmodia que nunca logra aburrirme, que antes al contrario me aviva y
despierta.
Otro
día les hablaré del libro. Hoy, de momento, van servidos.
Haces bien, Antonio, y se agradece, que nos recuerdes la muerte. Un abrazo fuerte.
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