(Espero
que, siendo tan larga la entrada, lo sea tanto como interesante para el lector).
La
actividad filosófica es un quehacer lujoso, suntuario sin lugar a dudas y, a su
vez, tan necesario como respirar. El filósofo, quien filosofa, muestra en todos
los sentidos unas capacidades y unas posibilidades muy por encima de lo vulgar,
de lo ordinario, de lo corriente, pues esa supuesta vulgaridad vital es elevada
por su meditación, y con su dedicación, a un quehacer heroico y noble, pues
quien tal hace busca crecer, mejorar y perfeccionarse él mismo, a quienes le
rodean y aquello que le rodea. Posee, o dedica, además el filósofo aquello de
que todo hombre rico dispone: de tiempo. Sócrates en los diálogos de Platón les
hace ver a sus interlocutores que tienen todo el tiempo del mundo, nada les
acucia: no hay negocio pendiente más importante que el ocio creador y necesario
para meditar, contemplar, charlar… (la tertulia, ese acto disfrutón tan español,
es otra actividad absolutamente suntuaria).
Escrito
esto quiero agradecer públicamente a quien fuera muy amigo mío, Jesús García,
paisano de Fernando de Rojas, el haberme mostrado el camino para llegar a
Pierre Hadot. Con la falta de trato las amistades pierden los argumentos que
las mantienen y decaen hasta llegar a poder morir o languidecer tanto que solo
les quede pasado. Algo de esto me sucedió con Jesús.
Tengo
algún libro más de Hadot por casa sin leer y han sido ya varios los que he
comentado, si no recuerdo mal, en este blog. El libro que termino ahora del autor
francés me parece excepcional. Es el libro de un estudioso de la Filosofía que
se acerca al filósofo fetén descrito arriba.
Son
innumerables los detalles que se pueden aprender con este sabio de la filosofía
antigua. Realidades que ponen a la Filosofía en un medio, para mí, distinto al
que habitualmente se le reconoce. Los detalles de los que hablo no se me
antojan ni accidentales ni baladíes, sino sustanciales para comprender tantas
realidades que, fuera de contexto, son malinterpretadas o ignoradas. No exagero
si afirmo que son cientos de notas las que he tomado del libro. Hay capítulos
que ha merecido la pena releerlos y casi meditarlos. Hadot me apuntó a otros
autores, a otras voces clásicas del pensamiento de la Humanidad que tienen un
peso y ponen verdadera luz, o la posibilidad de hallar claridad, que sitúan en
el camino de lo mejor.
Solo
quiero ponerles un pero al editor y al traductor de la obra, y si mi
puntualización fuera errónea pido disculpas. Continuamente se traduce en la
obra examen de consciencia… y mucho me temo que no se trata de tal, sino de un
examen de conciencia, no siendo en absoluto igual en este contexto, pues
el primero, consciencia, entiendo que
remite a un conocer meramente intelectual y en absoluto performativo, y el segundo
examen al que se refiere Hadot es un examen del quehacer cotidiano, moral,
ético, que es justo del que hablan Epícteto, Marco Aurelio y las escuelas a las
que Hadot se dedica y de las que escribe y también por descontado la ascética
cristiana que de aquellas toma dicho examen.
Hay
un texto en la obra, el penúltimo en concreto, en el que el propio Hadot habla
de sí y de lo que pretende –y logra- con su obra. ¿Quién mejor por tanto que él
para presentarse y decirse de sus trabajos? A él cedo con sumo gusto y
agradecimiento la palabra aquí:
Mis libros y mis estudios[1].
Voy a repasar
brevemente mi actividad literaria o científica para aquellos oyentes que no me
conozcan.
En primer lugar,
he editado y traducido numerosos textos de la Antigüedad: en 1960, las obras
teológicas de un neoplatónico latino cristiano, Mario Victorino; en 1977, la Apología
de David, de Ambrosio; en 1988 y 1990, dos tratados de Plotino. Por otra
parte, he escrito varios libros, el primero de ellos, en 1963, titulado Plotino
o la simplicidad de la mirada; en 1968 mi tesis doctoral dedicada a un
aspecto del neoplatonismo, las relaciones entre ese teólogo cristiano del siglo
IV, Victorino, que acabo de citar, y un filósofo pagano del siglo IV a. C.,
Porfirio, discípulo de Plotino; más tarde, en 1981, Ejercicios espirituales
y filosofía antigua y, el pasado año, La Citadelle intérieure, dedicado
a las Meditaciones de Marco Aurelio. Si el Colegio Filosófico me ha
invitado esta tarde es en relación, justamente, a estos dos últimos trabajos,
porque en ellos me ocupo de cierta concepción de la filosofía antigua al tiempo
que esbozo un análisis de la filosofía en general.
En estos libros,
para decirlo en pocas palabras, propongo una idea, que la filosofía debe
definirse como «ejercicio espiritual». ¿Por qué he llegado a conceder tanta
importancia a este concepto? Pienso que mi idea se remonta a los años
1959-1960, cuando me dediqué a la obra de Wittgenstein. He recogido las
reflexiones que me inspiró su lectura en un artículo publicado en Revue de
métaphysique et de morale, «Jeux de langage et philosophie», aparecido en
1960, en el cual decía: «Filosofamos mediante un juego de lenguaje, es decir, y
para servirme de esta expresión de Wittgenstein, según una actitud y una forma
de vida que da sentido a nuestras palabras». Retomando las reflexiones de
Wittgenstein según las cuales es necesario romper de modo radical con la idea
de que el lenguaje opera siempre de la misma manera y con el mismo objetivo, la
traducción de pensamientos, señalaba yo que cabe romper también con la idea de
que el lenguaje filosófico opera de manera uniforme. El filósofo se encuentra
en efecto inserto en cierto juego de lenguaje, es decir, en cierta forma de
vida, cierta actitud, resultando por eso imposible entender el sentido de sus
tesis sin antes situarlo en el juego de lenguaje que le es propio. Por lo
demás, la principal tarea del lenguaje filosófico sería insertar a los oyentes
de este discurso dentro de una concreta forma de vida, de determinado estilo de
vida. Así surgía el concepto de ejercicio espiritual, como intento de
modificación y transformación del yo. Si por aquel entonces me mostraba yo
especialmente sensible a este aspecto del lenguaje filosófico, si pensaba que
ello debía ser así era porque, al igual que a diversos antecesores y
contemporáneos, me había sorprendido cierto fenómeno de sobras conocido, el de
las incoherencias e incluso contradicciones que pueden descubrirse en las obras
de los autores de la Antigüedad. Como es sabido, a menudo resulta en extremo
difícil seguir el hilo conceptual de los textos filosóficos antiguos. Ya se
trate de Agustín, Plotino, Aristóteles o Platón, los historiadores modernos no
dejan de lamentar la torpeza expositiva y los errores de composición que
manifiestan esas obras. Poco a poco fui dándome cuenta de que, para explicar
este problema, se hacía necesario siempre remitir el texto al contexto en el
que había surgido, es decir, a las condiciones vitales concretas de cada una de
las escuelas filosóficas, en el sentido institucional de la expresión, escuelas
que en la Antigüedad no se habían marcado como prioridad la difusión de un
saber teórico o abstracto, como nuestras modernas universidades, sino antes que
nada educar al espíritu en un método, en un saber hablar, un saber discutir.
Los textos filosóficos recogen siempre en mayor o menor medida los ecos de la
enseñanza oral; y es que para los filósofos de la Antigüedad las frases,
palabras y reflexiones no tenían como objetivo principal la transmisión de una
información, sino producir cierto efecto psíquico en el lector u oyente,
teniendo siempre en cuenta por lo demás y de la manera más pedagógica las
capacidades de cada auditorio. El elemento proposicional no era el más
importante. Según la excelente fórmula de V. Goldschmidt a propósito del
diálogo platónico, puede decirse que el discurso filosófico antiguo tendía a
formar antes que a informar. En realidad podría afirmarse, para resumir lo que
acabo de exponer, que la filosofía antigua consiste más en un ejercicio pedagógico
e intelectual que en una construcción sistemática. Pero en una segunda etapa
relacioné tal constatación con otro hecho, que la filosofía antigua se entendía
a sí misma, desde Sócrates y Platón al menos, como una terapéutica. Todas las
escuelas antiguas de filosofía proponían, cada una a su manera, una crítica del
estado habitual de los hombres, un estado marcado por el sufrimiento, el
desorden y la inconsciencia, y un método para curarles de ese estado: «La
escuela del filósofo es una clínica», decía Epícteto. Este carácter terapéutico
aparece primeramente en el discurso del maestro, que tiene el efecto de un
hechizo, de una mordedura o de un choque violento capaz de trastornar al
oyente, como se dice sobre los discursos de Sócrates en el Banquete de
Platón. Pero para curarse no basta con quedar conmocionado; uno tiene que
desear realmente transformar su vida. En todas las escuelas filosóficas el
profesor es también un guía espiritual. Sobre este tema debo reconocer mi deuda
contraída con los trabajos de mi esposa, y entre otros con su libro acerca de
la dirección espiritual en Séneca y con el estudio en que traza una panorámica
general sobre este tema en la Antigüedad. Cada escuela filosófica impone por lo
tanto cierto modo de vida a sus miembros, un modo de vida que compromete la
totalidad de su existencia. Y este modo de vida consiste en ciertos procesos
que pueden denominarse precisamente ejercicios espirituales, es decir, unas
prácticas orientadas a la modificación del yo, a la mejora y transformación del
yo. Originariamente se encuentra pues un acto de elección, una opción
fundamental en favor de determinada forma de vida que se concreta en seguida,
ya sea en el orden del discurso interior y de una actividad espiritual, como la
meditación, el diálogo con uno mismo, el examen de consciencia o los ejercicios
de representación imaginativa por los que la mirada es dirigida hacia lo alto,
hacia el cosmos o hacia la tierra, ya sea en el orden de…
Considero suficiente el texto, sustantivo, largo, con
final abierto… para lo que también tantas veces desde este blog se pretende y
que no es sino animar a lectura en general, y de los buenos libros en
particular que, a mi juicio, pasan por mis manos y leo. Sigo pensando con Tomás
de Aquino que el bien es de suyo difusivo. La obra de Hadot es un libro en que
merece la pena detenerse con cierta cirimonia,
que diría Quilino, el guarda.
[1]
Inédito. Comunicación
leída en el Colegio Filosófico en 1993.
Bueno, hace unos días leía a Gadamer y parece coincidir con Hadot en la primera gran idea de este texto ..."y es que para los filósofos de la Antigüedad las frases, palabras y reflexiones no tenían como objetivo principal la transmisión de una información, sino producir cierto efecto psíquico en el lector u oyente, teniendo siempre en cuenta por lo demás y de la manera más pedagógica las capacidades de cada auditorio"...
ResponderEliminarLa segunda idea, lo de la guía espiritual, habrá que tenerla en cuenta... Desde luego, yo había llegado a ésta en mi ámbito, el estético. El artista, hoy en día, parece ser un ser solitario que trata de hacer valer su arte con procedimientos racionales, especultivos. No tiene alumnos, educandos, aprendices de su arte, de su modo de hacer arte...
Seguimos...
Hola José Antonio.
ResponderEliminar¿La actividad filosófica es un quehacer lujoso? Podría ser...
Sin embargo, yo creo que "filosofar" también podría considerarse una necesidad vital, más que un lujo orientado a la búsqueda de virtuosas morales o "guías espirituales".
Estoy de acuerdo en que el hombre auténticamente rico es el que dispone de tiempo; y el tiempo puede "apresarlo" cualquiera, aunque para algunos sea más sacrificado que para otros el hecho de poder disponer de algunas horas al día para filosofar, o para charlar alegremente con el vecino, en román paladino y con un vaso de "buen vino".
Ahora bien, e insisto en ello: "sobre qué o para qué se filosofe dependerá de la clase de persona que se sea".
Quienes pretendan hallar en la filosofía alguna "guía espiritual" o moral, sin duda encontrarán buenos referentes en los griegos clásicos (Sócrates, Platón, Aristóteles) en pensadores como Plotino o San Agustín, en Kant y en "nuevos civilizadores" como Habermas (escorado hacia la izquierda) o Gadamer (heredero de la tradición cristiana).
Sin embargo, quienes consideren que los imperativos vitales (superar circunstancias adversas para salvarse a sí mismos) están por encima de los imperativos morales (doctrinas sociales para domesticar y humanizar a los hombres) preferirán a Heráclito, Fichte, Nietzsche, Heidegger o al actual Peter Sloterdijk (es mi caso).
Sobre la estética actual, coincido con Peter Sloterdijk y los apuntes de rafaballes. El arte actual se ha convertido, en líneas generales, en una suerte de sucedáneo de los suprematismos religiosos e ideológicos de otrora; una vía más para trascendentalizar la vida y la razón de ser del artista a través de su obra, que no a través de dogmas religiosos ni políticos. El arte ha acabado por reemplazar a las religiones y las ideologías.
El artista de hoy es, efectivamente, el análogo al ermitaño de otros tiempos: un ser solitario y ensimismado en su propio ego, interesado en su propia salvación personal e individual. Con esto le basta, o al menos eso "parece" o pretende hacernos creer.