Libro
liviano y ajustado que estudia la figura de Canalejas y pone en la pista de la
personalidad del hombre y, con más detalle, del político y sus avatares vividos
a grandes rasgos. La exposición es clara y ordenada. El libro me ha ayudado a conocer
determinadas realidades sobre las que leí no ha mucho desde la óptica del
quehacer político del conservador Antonio Maura, como quizá el lector recuerde.
Ciertamente
la muerte en atentado violento, que he leído con mucho detalle en otros textos,
da al traste con una figura política de singular relevancia en un momento
crucial, ¡cómo no!: en España es norma estar, parece, en la cruz más que en el
cruce. El valor del asesinado Canalejas produce, como en el de otros casos –muy
singularmente en Lorca, entiendo- cierto remordimiento del vivo con respecto al
muerto y con una valoración histórica distorsionada (Un viejo catedrático de
Literatura, al hablar en este sentido de Lorca, afirmaba que “tuvo la suerte
para su obra de que lo asesinaran”: es un modo de mirar las cosas).
Saco
en claro que si Maura fue incapaz de llevar a término su política, otro tanto
le sucederá a Canalejas: ni el Congreso ni esa gangarrera romántica llamada pueblo lo permitirán. Las fuerzas políticas
de toda laya, las fuerzas sociales pondrán cuantos palos puedan en las ruedas
de los proyectos políticos liberales de Canalejas para evitar que alcanzase su
fin. Como le ocurriera a Maura, con quien partió peras, no solo se trataba de
sus adversarios políticos e incluso sus enemigos acérrimos, sino entre los
propios correligionarios de su partido: moretianos o demócratas,
revolucionarios…
En
España, y en cualquier sitio, quien tiene buenos padrinos suele bautizarse con
bien y esto le ocurrió a Canalejas, quien por su casa y las relaciones de su
padre, halló quien lo cobijase en sus primeros pasos: así Salamanca y otros
poderosos de la plutocracia… fueron sus mentores en sus inicios. El dinero es
un vehículo todoterreno imparable: todo lo sube y lo baja con facilidad. Sobrino
de Francisco de Paula Canalejas, a los 19 años ya ocupó –la dactilocracia no
excluye partidos en España ni a los santones laicos-, a título auxiliar la
cátedra «Principios Generales de Literatura y Literatura Española», con el
favor de los krausistas… Cambiada de lado la tortilla no mucho después será Menéndez
Pidal quien arrebate la cátedra al joven Canalejas. Permítame el lector que lo
reproduzca porque este suceso es un modelo ejemplar del bienhacer político en
España desde tiempo inmemorial, hasta la hora actual. Vamos allá:
Menéndez Pelayo, hijo de un catedrático del Instituto
de Enseñanza Media de Santander, estaba apoyado por los sectores más extremos
del conservadurismo, pero se daba la circunstancia de que según la legislación
vigente no alcanzaba, con veintitrés años, la edad mínima de veinticinco
exigida para acceder a la cátedra. Con una urgencia inusual en el
parlamentarismo de la época, y gracias a los «buenos oficios» de Alejandro
Pidal y del propio Cánovas, se aprobó una modificación ad hoc de la ley para
rebajar la edad exigible para concurrir a las oposiciones a cátedra de los
veinticinco a los veintiún años. La ley quedó aprobada en el Congreso el 5 de abril de 1878
y, tras su posterior aprobación en el Senado, fue publicada en la Gaceta el 2
de mayo. Al día siguiente apareció la convocatoria para cubrir la plaza de
catedrático de Historia crítica de la Literatura española en la Universidad
Central de Madrid. (p. 21)
¡Admirable!,
que diría Rubén. Me pregunto ¿y esto no es exportable al resto del mundo?
Seguro que sí: en todas partes cuecen habas…, pero no tendríamos competencia.
Canalejas fue a hablar para recomendarse con el presidente del tribunal, don
Juan Valera, y también el tercer opositor, Sánchez Moguel, fue a ver a don
Juan… (en la siguiente convocatoria Sánchez Moguel ganó a Canalejas, que ya
estaba en otros asuntos, más en la política que en la academia).
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