La
imagen que da este señor del español se me antoja antológica, pero es lugar
común, pues fueron muchos antes que él quienes dijeron más o menos palabras lo
mismo: el español era –y posiblemente lo siga siendo, al menos la media- más
inculto que el europeo de los Pirineos arriba, tan capaz como este de hacer, “¡pero
menos voluntarioso”.
Otro
rasgo del español es no saber qué quiere. Comenta el autor cómo se pasó del
“¡Maura no!” que promovieron personas muy interesadas al “¡Alfonso XIII, no!” y
hasta llegar a “¡La República no!” en su primer bienio, es decir: nos hallamos
ante el niño caprichoso que a todo dice no, pero no sabe expresar qué necesita,
qué quiere, cómo puede construir, pues solo sabe derribar. Explica con buen
tino cómo el liberalismo y abrir espacios a la libertad no son unas doctrinas,
sino unas actitudes alejadas de los españoles, que solo anhelan tras su queja
estéril que “todos sean metidos en cintura”, menos quien eso reclama y “todos
son responsables y culpables”, ¡menos yo! (Vivir
es ver volver, decía Azorín).
Nunca
hasta la fecha había leído una descripción, en este caso de primerísima mano,
pues lo narra quien estuvo presente como ministro, de la despedida de Alfonso
XIII y el proceso seguido y cuanto ocurrió en los días 13 y 14 de abril de 1931. Lo había
leído siempre, digamos, desde la óptica de quienes ocuparon el poder, pero no
desde la de quienes lo abandonaban al irse el rey. Curioso para mí lo que
cuenta.
Son
innumerables las páginas y las ideas que dedica al parasitismo catalán, a su
victimismo, etc. que algo me suena también a melodía de actualidad. Julián
Marías solía decir que no se debe intentar contentar o convencer a quien no se
quiere dejar convencer, pues eso. No sigamos dándole vueltas a la circularidad
del absurdo.
Me
resultan convincentes las explicaciones que da el autor al explicar por qué se
hundió la monarquía y por qué se está hundiendo la República en el momento en
que escribe. En la página 234 anuncia una dictadura y una guerra civil, que no
todos vieron y muchos conspicuos espectadores ni imaginaron.
Pero en las circunstancias de 1934, una dictadura no
puede ser ya militar, como no lo es ninguna de las que existen hoy en Europa; y
la ciudadanía militante española no se agrupa en un haz casi unánime, al igual
de la italiana o la alemana, ni tiene siquiera la cohesión de la portuguesa,
sino que está escindida en masas banderizas, que combaten entre sí con odio y
métodos cabileños; razón por la que, a cualquier intento de facciosa dominación
de una minoría, opondrán las demás, separadas o juntas, la defensa a tiros de
la guerra civil.
Entorpecida
por esta causa la solución, persiste, no obstante, el problema. Sean muchos o
pocos los españoles que lo ven y los que aun viéndolo se resisten a
reconocerlo, la República que plasmó en la Constitución de 1931 está tan
irrevocablemente condenada a muerte, y por idénticos motivos, como lo estaba
hace once años la Monarquía de la Constitución de 1876. Habilidosas
remudaciones de equipos ministeriales que usurpen el nombre de Gobiernos, y aun
de equipos parlamentarios que ostenten indebidamente el de Cortes, permitirán
acaso prolongar más o menos tiempo la lenta agonía del régimen; pero España no
tiene aún el que necesita, Y o se decide pronto a quererlo e implantarlo, o
acabará de morir estrangulada por la anarquía.
Quedaron lejos los tiros de una
guerra civil cruel que no vivieron otros pueblos vecinos, lejos quedó la
dictadura con la muerte de Franco, pero lo escrito, escrito queda.
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