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Maestro y discípulo. |
Terminábamos
la entrada anterior afirmando que admirar a alguien no es malo, idolatrarlo,
sin duda es un modo de enajenación.
Piaget,
cuando comenta las fases por las que pasa el niño y sus características, comenta cómo este desde muy temprano
necesita, insisto, ne-ce-si-ta sentirse identificado, asignado, situado… bajo
una bandera, en un grupo. Quiero que me reconozcan como parte de un conjunto.
No es necesario que sea como parte de un grupo contra otro, no es necesario,
pero no importa si así es.
La
afición, la masa se siente representada por su ídolo. La afición-masa afirma
sin rubor, cuando su equipo o su deportista pierden, “Hemos perdido”. No se
disfruta con la participación como aficionado de un deporte, por ejemplo, sino
que solo se desea ver ganar al equipo. Si este pierde, si el ídolo cae… se
producen verdaderos cataclismos colectivos, personales… Una nación llora la
eliminación de su selección de fútbol, ¡toda una nación llora! Algún
desquiciado se suicida, incluso. O bien, toda una nación recibe un espaldarazo
cuando la selección gana: una tremenda inyección de orgullo nos llena, nos
calma, nos eleva, nos completa… Podemos afirmar, afirman, señores,
supuestamente maduros, sesudos, viendo cómo sudan once futbolistas en una
pradera: “Hemos ganado”.
Un
yo-masa, incompleto, insatisfecho, indigente de pronto pasa a ser alguien. Yo
soy alguien por medio de esa persona que me representa, esa persona con quien
me siento identificado, por medio de ese club que me significa. También yo lo
encarno a él por medio de la camiseta que me pongo, la bufanda que me ato al
cuello, con los cánticos que entono cuando va a empezar el encuentro… un, casi,
a modo de batalla contra, muchas veces, por desgracia, el enemigo, que no el
adversario o el contrincante… No: el enemigo. Y al enemigo ni agua. Así se oyen
esas posturas radicales: que gane mi equipo, el tal, y pierda el cual…
Insuficiente es que venza mi equipo, no basta: debe perder el otro, el Fulánez,
el Mengánez y así mi satisfacción será plena. Me siento bien. “Hemos
ganado”.
Sentirse
parte de un todo me parece bueno y necesario. Entiendo que es connatural a la
naturaleza humana. Llamamos anomia a la incapacidad de someterme a normas, a
una pauta, a pertenecer a una cultura, a un grupo con el que me identifico, una
cultura –no deseo perderme por los vericuetos de lo que supone hablar una
lengua u otra: la lengua que mamamos, como ya comentó Juan de Valdés, en su Diálogo de la Lengua, condiciona nuestro
modo de ser-.
La
admiración me eleva, he escrito. La idolatría me sojuzga, me hace perder la
visión de conjunto, me somete a unos dictados, a unas pautas negativas… , jibariza mis capacidades mentales que quedan reducidas
a lo que dicta, en apariencia, la masa o el líder de esa masa… a veces un
individuo con un megáfono en un graderío… ¿Quién es? ¿Quién lo envía? Aún
recuerdo a personas pagadas por el PCE que venían de la Universidad al
instituto para reconducirnos las asambleas… Se hacían con la mesa que presidía
la asamblea. Aún veo a uno de ellos a veces por la calle… Eso se llama
manipulación. El débil, quien tiene una personalidad lábil, quien no tiene
formación, el ignorante, el incauto… es carne de cañón de esos individuos que
los traen y llevan. Todo tirano, todo dictador quiere cabezas huecas, cabezas
que no piensen, cadáveres ambulantes que obedezcan, dóciles a la voz del amo.
La
admiración por alguien me puede llevar a imitarlo y no es malo en absoluto. Esa
persona a quien admiro, ese atleta, ese jugador de fútbol, de baloncesto, de
béisbol… Me gustaría ser como el arquitecto que hizo esta casa, como el médico
que descubrió tal o cual cosa, desearía poder construir aviones… Me siento identificado
con este profesor a quien llamo maestro…
(José Luis González-Simancas quería escribir un libro sobre la relación entre
maestros y discípulos… e ignoro si llegó a ser sólo un deseo, una intención;
hace años que no lo veo). Es bueno admirar e imitar al bueno, al excelente, al
virtuoso…
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