13 de noviembre de 2024

Revista EL PONTÓN. ALCALÁ VENCESLADA y un premio de 1951 en Puente Genil

 



Cuando uno es joven suele ser además de inexperto y, salvo extrañas excepciones, ignorante. Algunos, no sin mérito por su parte, siguen poseyendo ambas cualidades incluso cuando llegan a viejos, ¡e incluso!, a muy viejos.

Cuando se es joven no se valora, yo no lo hice al menos, la benemérita labor de aquellos que impulsan en pueblos o ciudades revistas de más o menos vuelos, pero que recogen la producción cultural de sus paisanos: críticas de publicaciones, presentaciones… de libros, exposiciones de todo tipo… Revistas que, pasados los años, nos muestran la intrahistoria de una cultura, sus aciertos y fallas, sus costurones más externos y los más íntimos y donde uno puede hallar muchos tesoros que quien sabe apreciar goza.

Esto es lo que me ocurre con la revista El Pontón de Puente Genil que vivifica el boticario don Luis Velasco. Entre boticarios y médicos, aunque Quevedo los condenara al infierno por sus oficios, se encuentran promotores de cultura, escritores, coleccionistas de arte, expertos no solo en su oficio sino buenos humanistas que incluso han puesto sus propios medios para sacar adelante empresas de valor.

Hecha esta larga introducción corto y pego un artículo que publicaré en dos entradas, tal y como lo hizo la citada revista. El artículo tenía que ver con la investigación biográfica que llevé a cabo sobre Alcalá Venceslada. El resto ahí queda explicado suficientemente.

*  *  *

En Puente Genil allá por 1951… Cuentos (Parte primera)

(Artículo publicado en El Pontón, nº 420, sept. 2024)

Cobran sentido estas palabras y este artículo en un suceso que tuvo lugar en Puente Genil en el año 1951. Un escritor de Jaén, Antonio Alcalá Venceslada, presentó unos cuentos y un poema al “Certamen Literario. Homenaje a la memoria de Manuel Reina Montilla” y aquí se explican los detalles de aquel suceso.

Don Luis Velasco Fernández-Nieto mostró interés en que yo contara lo sucedido en el citado certamen y aportara dos copias de los respectivos diplomas que se entregaron a Alcalá Venceslada como ganador, curiosamente, de los dos primeros premios con dos de sus cuentos, y el concurso de sonetos con otro suyo… Antes de seguir adelante, le agradezco al señor Velasco Fernández-Nieto la oportunidad que me brinda de poder contar esta pequeña historia. Los investigadores pasamos horas y días, meses a veces, en desvelar sucesos nimios que, en ocasiones, a pocos interesan, pero que son parte de la intrahistoria de nuestros pueblos, nuestros antepasados, nuestra nación y que llevan a conocerlos mejor y, por tanto, a rendirles el homenaje y el cariño que merecen.

Por el destino de este artículo, la revista El Pontón, el lector del mismo sabrá bien de sobra quién fue Manuel Reina Montilla y qué supuso y significa en Puente Genil. Lamentablemente Manuel Reina, ¡cómo tantos otros escritores y personas relevantes de la Historia!, solo alcanzan el calificativo de menores en esa Historia así escrita, con mayúscula, cuando esta no habría sido tal e inviable sin su trabajo, su generosidad, sus empeños, sus errores y aciertos. Hombre polifacético, de quien no conozco su biografía sino grosso modo: político, periodista, poeta y para mí, primera y principalmente, por mis estudios e intereses, fue un relevante impulsor del modernismo español, lo que supone un baño de este en el romanticismo de Bécquer que cimentó la formación del pontanense, junto a otros poetas románticos europeos. Si fue breve la vida Reina, apenas 49 años (Puente Genil, 4 de octubre de 1856-Puente Genil, 11 de mayo de 1905), no por eso fue menos fecunda.

Alcalá Venceslada no pudo conocer en vida a Reina, pero sí que lo había leído. El gaditano Eduardo de Ory, otra persona invisible a la Historia, que tanto colaboró también en la recepción y difusión del modernismo literario, publicó en 1916 una obra sobre Manuel Reina, Manuel Reina. Estudio biográfico seguido de numerosas poesías no coleccionadas en sus libros. En 1917 fue destinado Alcalá Venceslada como bibliotecario a Cádiz y allí junto con Ory fundó una revista, de entre las muchas que este acometió, Vida Moderna, y colaboró en su relevante revista Suplemento Ilustrado de España y América. Ese es el único vínculo fehaciente que hallo entre el pontanense y el andujeño, gentilicio que gustaba usar a Alcalá.

Al margen de lo que el lector pueda leer sobre Alcalá Venceslada en la Wikipedia, voy a dar unas pinceladas de la vida del autor del Vocabulario andaluz, su obra más relevante: la realidad descontextualizada no se llega a entender cabalmente. Es frecuente leer errada la fecha de nacimiento de Alcalá, desplazada al 5 de noviembre de 1883, cuando nació justo dos meses antes, el 5 de septiembre. No es tampoco infrecuente leer que nació en Marmolejo, lo que tampoco es cierto: nació en Andújar, aunque su familia y sus padres tuvieron casa en aquel y este pueblo, pasando el niño Antonio Alcalá su infancia entre Andújar y Marmolejo hasta los 10 años.

Un rasgo relevante de Alcalá Venceslada fue su vida viajera entre los citados 10 años y los 37, que se asentó definitivamente en Jaén en 1920, tras su matrimonio con Isabel Muñoz-Cobo Muñoz-Cobo. Enumero muy brevemente las ciudades y sus quehaceres en ellas por las que pasó en este tiempo: estudió en el colegio de “El Salvador” de los jesuitas en Zaragoza durante dos años; de este colegio pasó a “San Estanislao de Kostka” en el Palo (Málaga) con los mismos jesuitas donde estudió otro par de años; pasó a estudiar interno en el colegio de “Santo Tomás” de Jaén donde terminó su bachillerato; se matriculó en Filosofía y Letras y Derecho en la universidad de Granada, donde fue colegial del Real Colegio Mayor “San Bartolomé y Santiago”; tras cursar los citados estudios durante dos años, se mudó a Sevilla donde continuó estudiando las citadas carreras, con la salvedad de que en la universidad hispalense se podía cursar la especialidad que deseaba: Historia; acabada la carrera de Filosofía y Letras y hasta 1915 viajó con frecuencia entre Sevilla, Marmolejo (donde sus padres ya residían fijos y habían nacido algunos de sus hermanos) y Madrid, donde pasó temporadas viviendo y preparando las oposiciones de Archivos, Bibliotecas y Museos; aprobadas las oposiciones se marcha a Santiago de Compostela como bibliotecario de la Universidad de esta ciudad; dos años después pidió el traslado a Cádiz, donde pasó a ser el director del Archivo provincial de Hacienda; de este pasó a Huelva por unos meses y, por fin, el viajero recaló definitivamente en Jaén, como Director de la Biblioteca provincial entre otros menesteres, pues en Santiago comenzó también a dar clases en el instituto de la ciudad y en Jaén también fue docente en el instituto hasta su jubilación.

Este es un modo de mirar la biografía del Alcalá Venceslada viajero. Sin duda alguna ese continuo viajar y conocer personas de lugares tan dispares, desde su infancia hasta su madurez, le dio un tono y un conocimiento muy profundo y extenso de muchas realidades. Ese saber acumulado en cada ciudad, sus influencias, dieron lugar a la formación que le permitió realizar la labor que llevó a cabo como bibliotecario, escritor, arqueólogo, profesor, lexicógrafo… como persona.

Lector impenitente desde su infancia, afanoso rebuscador de la verdad en todos los ámbitos humanos, intelectuales, etc. hicieron que ya desde niño, estando en Jaén, en el colegio de “Santo Tomás” tuviera la fortuna de hallar un profesor de Retórica que, en mi modesto entender, fue quien le dio el empujón necesario que todo artista, sea del ámbito que sea, necesita para saberse poseedor de un don especial que necesita ser cultivado. Ya entonces, siendo un adolescente, causó admiración entre los poetas consagrados de la ciudad del Santo Rostro la composición de dos largos romances que recitó en su colegio. El primero, titulado Azarque, como ejercicio escolar produjo tanto asombro que se desconfío de que la composición fuera original de un bachiller y como prueba se le pidió que preparara otro para muy pocos días después con el que volvió a sorprender a todos, este llevaba por título Homar y Celinda.

Un último párrafo para no extenderme más en la vida de Alcalá Venceslada y llegar al asunto que me ocupa, se lo quiero dedicar a la relación intelectual y profesional que tuvo este con Francisco Rodríguez Marín. No quiero hacerme pesado, pero el lector curioso, si se asoma solo a la Wikipedia, comprobará la ingente e importante obra en muchos ámbitos de este singular autor menor de Osuna. Fue de este señor de quien Alcalá recibió el espaldarazo para ocuparse de tantas realidades que entonces tenían cabida bajo el nombre de folk-lore y que ya ocuparon toda la vida de Alcalá al margen, y además, de sus empleos. Andalucía y sus manifestaciones culturales, en el más amplio de los sentidos, fueron de su interés y su afán. De este manantial fluyeron sus cuentos, sus poemas y su obra principal y singular, el citado Vocabulario andaluz que ocupó ya, de continuo, desde su paso por Sevilla, toda su vida.

A la altura del pasado medio siglo, Alcalá no ha perdido la ilusión por la creación literaria, pero el tiempo y las enfermedades han hecho su oficio. En el mismo año del que estoy queriendo hablar, 1951, se publica la segunda edición de su Vocabulario, que también había ganado el premio convocado por la Real Academia. En la primera convocatoria de 1930 de los “Premios Conde de Cartagena” fue ganada por Alcalá con la obra citada y también lo volvió a ganar en 1934. Esto sin duda era motivo de felicidad personal y compartida con familia y amigos. Ya tiene a la vista la jubilación que llegará en 1953 e ignora, como todos, que no mucho después, en el 55 tiene una imprevista cita con la muerte.

No olvidemos que aún en estas fechas de 1951 colea la Guerra Civil acabada (?) en 1939. Aún el gobierno de Franco está sin reconocer a nivel internacional, las cartillas de racionamiento siguen usándose en un país donde la autarquía y la necesidad mandan, Europa arrastra también el final de una guerra que recibió de nuevo el calificativo de mundial y ha sido un verdadero cataclismo…

Y llegamos al concurso convocado en Puente Genil. Conocemos el nombre, ya citado, del mismo; conocemos al ganador del premio de cuentos: Alcalá Venceslada; sabemos cuándo se falló; tenemos dos diplomas que dan fe de ello, pero no hemos sido capaces de hallar, de momento el investigador, como el cazador… es hombre de esperanza siempre alerta, las bases del premio por mucho que quienes hemos estado implicados en esto lo hemos intentado.

Si los diplomas dan fe de que Alcalá ganó el primer y segundo premio de cuentos, no tenemos tampoco diploma, ni sabemos si existió, del “Primer premio de sonetos en el Certamen Literario de Manuel Reina” del que tenemos noticias por Industria y comercio[1]. Nos da noticias de ambos Francisco Luque Estrada en su obra, Puente-Genil. 82 años de Historia. 1900-1982[2], quien afirma que el “Certamen Literario tuvo lugar como homenaje a la memoria del Ilustre poeta pontanés, Manuel Reina Montilla, por iniciativa de la ‘Peña Artística Amigos del Teatro’, y bajo el Patronato de Ilustre Ayuntamiento de esta Villa”. La citada “Peña Artística” se había creado en 1950 y no tuvo larga vida por lo que hemos podido averiguar.

El primer premio lo obtuvo Alcalá con uno de los cuentos, Siñor don Gato, y con, Inés la Suavita, consiguió el accésit del mismo certamen.



[1] Ed. Artes Gráficas “La Ideal”, Puente Genil, agosto, 1951, s. nº/p.

[2] Ed. Gráficas "SOYMA' José García García, Puente Genil, 1989, pp. 351.


6 de noviembre de 2024

Cano, Javier, LUGARES PARA UN EXILIO

 



Solo el recuerdo me puede llevar a aquellos años de mi primera adolescencia, ese espacio donde, con la cabeza cargada de pájaros e ignorancia, leía como un descosido y disfrutaba como un delirante gorrinete en su charco… ¡Qué de lecturas gloriosas, de satisfacciones continuadas! ¡Y otro libro, y otro! Menos poesía que prosa, teatro, pero adelante entre versos y renglones, poema a poema, capítulo a capítulo, escena a escena… Hoy aquello desapareció y lo hizo hará no menos de cuarenta y cinco años. Ahora me enfrento a los libros pertrechado de papel y lápiz, no puedo descargar la abultada impedimenta de la intertextualidad: este verso me recuerda a aquel otro; este paisaje ya lo imaginé y gocé en tal obra; este personaje es semejante a aquel de tal novela; esto está mal traducido o esto es un solecismo; singular imagen la de este verso. Con mi impedimenta al hombro se acaba el disfrute: nunca me gustaron los acertijos y la lectura se convierte en trabajo de investigación, en descubrimiento de adivinanzas, enigmas y jeroglíficos. No hallo tanto placer en estos juegos, sin embargo, algo así parece que ahora practico. En el acto lector, mi memoria me trae a la lectura que tengo entre las manos… otras voces y otros ámbitos ya conocidos: el hombre es cupidissima bestia rerum novarum…: nos gusta lo nuevo, aquello que sin esfuerzo nos sorprendente, alegra y anima. La lectura era gozosísima entonces, mas no hoy casi nunca, rara vez, en tal grado. No puedo pasar sin ella como no puedo dejar de respirar, pero no me asombra que mis pulmones lo hagan: se aplican sin más, sin caer yo en esa cuenta: no respiro como un casi ahogado que siente de nuevo el oxígeno vivificador en sus pulmones. Leo como respiro… y disfruto, sí, pero mi gozo hoy no es el gozo virginal de aquel entonces de la adolescencia.



Conozco al autor de vista. Nos hemos saludado en alguna ocasión: Jaén es muy pequeño. Es escritor de reconocido prestigio nacional porque ha obtenido premios de tierra firme que lo avalan. Nunca lo leí porque, siendo de Jaén…: nadie es profeta en su tierra ni se estima lo que al lado se tiene. Mea culpa.

Su libro Lugares para un exilio me resultó atractivo por haber alcanza un accésit de Adonáis, que es premio, para mí, que garantiza un obra valiosa, una obra que se sostiene a flote y navega. Veo, además, con el libro ya en la mano, que conozco personalmente a uno de los miembros del jurado, Carmelo Guillén Acosta, quien también alcanzó un accésit de este premio con un libro que, ¡también!, me recuerda a este de Javier. El libro de Carmelo se tituló El envés de existir (1976).

Por mi deficiente y particular formación apenas sé de coches ni de poesía ni de wiskis, pero me gustan los buenos coches como la buena poesía, pero no el wiski, prefiero, el burbon. Mientras leo el libro intonso de Javier un disfrute más voy recordando lo que enseñé durante años sobre el existencialismo (recuerdo la explicación de un profesor de literatura, ya muerto, confundirlo con la literatura social). El existencialismo arrancó en el XIX, lo incoó Kierkegaard y se extendió no solo a la filosofía, sino a todas las artes y al pensamiento al uso entre la ciudadanía desnortada. Se introdujo en el XX para no desvanecerse ya. Mantiene, grosso modo, que el fin y el sentido que no son sinónimos de la vida son la muerte; Dios ha muerto; la vida carece de sentido; el horizonte continuo del caminar humano es el aún no, el Dasein, que decía Heidegger (el “ser ahí”, que Alejandro Llano corregía como “el estar ahí”), sí estar sin ser, abandonado por los dioses, olvidado de Dios, en un continuo vivir desesperado, irracional, camino de regreso a la nada de donde salimos… Rastreamos esta corriente filosófica en los escritores de finales del desesperado XIX y en el comienzo del XX: entran y salen nombres, más o menos existencialistas: Unamuno en España especialmente, pero habrá que esperar a los años cuarenta La sombra del paraíso de Aleixandre, algo de Cernuda, Hijos de la ira de Dámaso Alonso y en medio del siglo topamos con los grandes existencialistas franceses: Sartre, Camus… y tras ellos el absurdo en el teatro, también francés, de origen rumano de Ionesco, La cantante calva, El rinoceronte… sin olvidarnos de Mihura, en algún sentido, con sus Tres sombreros de copa, pero estos son otros renglones ¡y basta de recuerdos! A todo esto, suavemente, sin exabruptos, con delicadeza, me lleva la poesía de Javier Cano en este su primer libro que de él leo…

Me asalta y da de lleno el título de la obra, Lugares para un exilio: ahí está el hombre, exiliado de la belleza y el bien y sin destino, ahí vagabundea el hombre por ásperos caminos del vivir. Selecciono palabras e ideas de Cano que apuntan en el sentido que indico: camino, en un tiempo subjetivo (H. Bergson) que avanza o no, rememoración de la historia, recuerdo, desierto, angustia, paisaje…, pero insisto, lo mira y expresa el poeta, sin aspavientos ni amargura en lo cotidiano asumido, con aceptación, y así sus poemas se titulan, cargados de significado: “Punto de partida”, “Desván”, “Casa en ruinas”, “Camino ciego”, “Puente derruido·, “Callejón sin salida”…

Usa Javier Cano la primera persona, tan romántica y agónica, para que el lector se identifique con aquello que cuenta, siente, percibe, intuye, expresa… “Yo he aprendido con el tiempo”, afirma. Se dirige a veces también a una segunda persona que es el mismo lector: a un tú indeterminado.

Por momentos paseo por plazas y calles machadianas, símbolos del vivir, que me llevan de Soledades a Manrique, al Juan Ramón de Arias tristes. Algunas imágenes de sugerente factura vanguardista me traen al Dámaso Alonso de Hijos de la ira o a los Poemas del toro de Rafael Morales. Cano cita a Valente de quien poco sé y apenas he leído poemas sueltos: quizá comentara en alguna oportunidad alguno.

La realidad toda, las hojas de otoño, el paso de las estaciones, las descripciones están transidas por la perspectiva personal del autor y así los paisajes no se describen como son, sino como son sentidos, ¡ni siquiera percibidos!, por el poeta.

Insisten mis amigos: “No nos cuentes rollos de filosofías en el blog”. “¿De poesía? No sabes que eso (?) no lo lee nadie, que no interesa a nadie, que a nadie puede atraer una entrada con un comentario de un libro de poesía”. Insisto: me lean tres o tres mil… mi gozo personal es el mismo, inmenso; no me mueve afán de fama, por Dios, soy un viejo y la ganancia económica ya hace muchas décadas sé cuál es para la inmensa mayoría de quienes escribimos. Mi meta es otra, amigos.

¡Qué bien me lo he pasado con este libro! Doy las gracias al autor por sus poemas. A quienes ni le interesa ni le gusta la poesía les recomiendo que lean esta obra y oirán lo que nunca oyeron y verán lo nunca han visto por los ojos de su autor. 


1 de noviembre de 2024

Amón Rubén, TENEMOS QUE HABLAR

 


Almuerzo en una mesa donde no he sido elegido por los comensales que me acompañan, ni yo los elegí a ellos. Pronto surge la conversación y deriva, en un viejo suceso de hace 88 años: la Guerra Civil española, ¡cómo no! Ahí, perenne.

Un caballero de la mesa con su trivial niveladora intelectual afirma que todos fueron igualmente culpables. Lo que así dicho suena tan bien como que “todas las opiniones son respetables”. Pienso, lógico, que unos más que otros y que la justicia es dar a cada uno lo suyo y no a todos por igual. Le pregunto qué ha leído al respecto, qué sabe de aquella. Echa mano de tópicos manidos y del memorialismo familiar. Ojo: el memorialismo no es historia. Confiesa además que es de “derechas”, lo que así dicho para mí tampoco significa nada, salvo lo que escribió Ortega: “Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral”.

Pronto entiendo que me encuentro ante el hombremasa, que el mismo Ortega llamaba a aquel que, sabiendo de algo, siendo un especialista en algo, de todo cree saber, de todo opina y lo hace de forma taxativa, concluyente: ¡y punto!

Mi compañero de mesa, con él comparto el pan, cree que podemos llegar a un punto de encuentro, aseveración que niego. Mejor es dejarlo. Él no busca la verdad, sino llevar razón y, además, que yo se la dé. Imposible. Lo remito a Fuego cruzado, el libro de Fernando del Rey y Álvarez Tardío: aún sigo bebiendo en este magnífico libro cargado de información avalada, de historia verdadera. A mi hombre, seguro, no le interesa: él lo sabe todo, no necesita escuchar ni aprender nada. Sigo pensando con Orwell que la verdad nunca es enemiga de la causa, de ninguna causa.

Bebo de la columna de Luis Herrero en ABC. No tengo ahora tiempo para este libro, pero, sin embargo, lo poco que cita don Luis me viene al pelo para enjaretar estas reflexiones.

Comenta Herrero el libro Tenemos que hablar de Rubén Amón. Según el columnista, para el autor de la obra, si queremos que haya una buena conversación, lo que primero de lo que hay que huir es de los maximalismos. Me parece bien y acertado, pero no confundamos estos con sus antónimos: pasteleo, consenso, equidistancia, componenda, etc. porque de ellos huye la verdad sin ambages por ser ella radical y una. Admite perspectivas, pero la verdad es una.

Otra condición, continúa Herrero, para que se dé una buena conversación debe de ser la ausencia de vacuidad en los discursos inocuos. ¿Por qué nos hartan los políticos en general y algunos curas desde el púlpito? Porque su cháchara no dice nada, está llena de lugares comunes, de muletillas: “Como ustedes sabrán”, “Todos saben”, “Evidentemente”… Naderías que más espantan y ahuyentan que alientan la conversación. No invitan a ir adentro, que decía Unamuno.

Añado: Hay que no perder el tiempo en intentar convencer a quien no quiere convencerse, sino reafirmarse en sus planteamientos. No: hablando no necesariamente se entiende la gente. Muchos, que no escuchan, andan buscando respuestas y contraargumentos a lo que el otro expone; y por mucho que uno se abaje, comprenda, sea cortés… terminan sacando lo que el negro del sermón, que decían los clásicos, o hacer orejas de mercader.

Como cita Herrero, en cita de Amón, que cita a Cicerón… es importante en toda buena conversación no perder los estribos, por lo que conviene recitar aquello de:

… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

 

Gide, que era un hombre tan tenaz como desgraciado, aseguraba, y considero que no erraba, que “Todo está dicho, pero como nadie escucha es preciso comenzar de nuevo, continuamente”; pero yo, que tanto debatí, que tanto expliqué, me canso de que intenten hacerme el tocomocho intelectual. Siga mi compañero de mesa su oscuro viaje con su tosca motoniveladora intelectual y que sea feliz.


30 de octubre de 2024

Gobernar hoy, 2024, visto desde 1930

 


Es, pues, falso decir que en la vida «deciden las circunstancias». Al contrario: las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter.

 

Todo esto vale también para la vida colectiva. También en ella hay, primero, un horizonte de posibilidades, y luego, una resolución que elige y decide el modo efectivo de la existencia colectiva. Esta resolución emana del carácter que la sociedad tenga, o, lo que es lo mismo, del tipo de hombre dominante en ella. En nuestro tiempo domina el hombre-masa; es él quien decide. No se diga que esto era lo que acontecía ya en la época de la democracia, del sufragio universal, En el sufragio universal no deciden las masas, sino que su papel consistió en adherirse a la decisión de una u otra minoría. Éstas presentaban sus «programas» -excelente vocablo-. Los programas eran, en efecto, programas de vida colectiva. En ellos se invitaba a la masa a aceptar un proyecto de decisión.

 

Hoy acontece una cosa muy diferente. Si se observa la vida pública de los países donde el triunfo de las masas ha avanzado más -son los países mediterráneos-, sorprende notar que en ellos se vive políticamente al día. El fenómeno es sobremanera extraño. El poder público se halla en manos de un representante de masas. Estas son tan poderosas, que han aniquilado toda posible oposición. Son dueñas del poder público en forma tan incontrastable y superlativa, que sería difícil encontrar en la historia situaciones de gobierno tan preponderante como éstas. Y, sin embargo, el poder público, el gobierno, vive al día; no se presenta como un porvenir franco, ni significa un anuncio claro de futuro, no aparece como comienzo de algo cuyo desarrollo o evolución resulte imaginable. En suma, vive sin programa de vida, sin proyecto. No sabe a dónde va, porque, en rigor, no va, no tiene camino prefijado, trayectoria anticipada. Cuando ese poder público intenta justificarse, no alude para nada al futuro, sino, al contrario, se recluye en el presente y dice con perfecta sinceridad: «soy un modo anormal de gobierno que es impuesto por las circunstancias». Es decir, por la urgencia del presente, no por cálculos del futuro. De aquí que su actuación se reduzca a esquivar el conflicto de cada hora; no a resolverlo, sino a escapar de él por de pronto, empleando los medios que sean, aun a costa de acumular, con su empleo, mayores conflictos sobre la hora próxima. Así ha sido siempre el poder público cuando lo ejercieron directamente las masas: omnipotente y efímero. El hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyectos y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean enormes.

* * *

 

Si el lector de esta entrada lo fue de La rebelión de las masas es posible que recuerde estos párrafos con que me tropiezo y admiro.

Han pasado 94 años desde que Ortega escribía esto y parece que está haciendo la crónica de la política de mañana en España, que es la que algo conozco. ¿Cómo es posible que esa actividad haya evolucionado tan poco y si lo hizo fue para mal y peor en casi un siglo? Entiendo que se debe al desprecio, en general, de quienes gobiernan y mandan por el bien común y la verdad. Nihil novum…

Ya comentaré, si la vida me da de sí, alguna afirmación sorprendente de este texto.

28 de octubre de 2024

PARTE III. El consumo de las masas. Introducción de Julián Marías a LA REBELIÓN DE LAS MASAS

 

Hace unas entradas en este blog escribí sobre un libro de Josef Pieper, Defensa de la filosofía. Pues bien, frente a esta postura, que también yo justifiqué, es decir, la filosofía por inerme, por su condición no se defiende, ni puede, a sí propia, sino que puede o debe de ser defendida por aquellos que pensamos de su necesidad absoluta. Ortega, por el contrario, no piensa así y lo escribe en La rebelión de las masas:

“La filosofía no necesita ni protección, ni atención, ni simpatía de la masa. Cuida su aspecto de perfecta inutilidad, y con ello se liberta de toda supeditación al hombre medio. Se sabe a sí misma, por esencia, problemática, y abraza alegre su libre destino de pájaro del Buen Dios, sin pedir a nadie que cuente con ella, ni recomendarse, ni defenderse. Si a alguien, buenamente, le aprovecha para algo, se regocija por simple simpatía humana; pero no vive de ese provecho ajeno, ni lo premedita, ni lo espera. ¿Cómo va a pretender que nadie la tome en serio, si ella comienza por dudar de su propia existencia, si no vive más, que en la medida en que se combata a sí misma, en que se desviva a sí misma?”.

Ojo, que hay una trampa al comienzo del párrafo orteguiano: “La filosofía no necesita ni protección, ni atención, ni simpatía de la masa”. Es obvio, como lo era que la poesía no es para la inmensa mayoría (Blas de Otero), sino para la inmensa minoría (Juan Ramón Jiménez, ¡que se sentía discípulo de Ortega, siendo este más joven incluso que él!). No, ni la poesía ni la filosofía son para el vulgo. La naturaleza propia de ambas y de la masa, se repelen y discriminan solitas como el aceite del agua. Lo demás es dar patadas contra el aguijón.

Eso sí, creo que, en ningún caso Ortega llegó a calcular la degradación que alcanzó el siglo XX. Conoció las dos guerras mundiales y la guerra civil española, pero el desprecio que alzanzaó el reconocimiento del mérito en todos los ámbitos, la calidad de las personas, el igualitarismo y la nivelación por abajo de todo: “Toos semos eguales” no creo que llegara a preverlo. Dicho quedó: donde todo vale es porque nada vale, nada tiene valor, nada es estimado. La verdad tiene la misma altura que la mentira: son sinónimas… ¿Acaso no podemos hablar del pensamiento débil de Vattimo, de la realidad líquida de Bauman…? ¿Sería previsible, imaginable, me vuelvo a preguntar, para Ortega, la degradación académica, social, ética, intelectual, política… que ha alcanzado el mundo occidental, Europa? Se me antoja que no por lo increíble e inimaginable que es incluso para una imaginación tan fértil como la orteguiana. Apabulla incluso por inconcebible a quienes lo estamos viendo con nuestros propios ojos.

Permítaseme un salto con rebote que me permitirá volver hasta aquí. Un momento.



En este punto, de forma, esquemática expone Marías el meollo del raciovitalismo orteguiano. Para Ortega la razón y los conceptos no son la realidad. Escribe Ortega: “Nosotros, en cambio, creemos que la razón, el concepto, es un instrumento doméstico del hombre, que éste necesita y usa para aclarar su propia situación en medio de la infinita y archiproblemática realidad que es su vida. Vida es lucha con las cosas para sostenerse entre ellas. Los conceptos son el plan estratégico que nos formamos para responder a su ataque”. Eso sí: el contenido de todo concepto es una realidad que encierra una posibilidad de la vida: por realizar o para padecerla. Esta teoría de Ortega, su raciovitalismo, es la base y está en la entraña de La rebelión de las masas, aunque se empieza a vislumbrar y exponer ya en 1914. 

Vuelvo sobre la pregunta que me hice arriba. Esta deriva de una situación, la actual quizá todas muy precaria en todos los ámbitos. Ortega decía que todo intelectual debe aportar a sus preguntas una respuesta posible, al menos. Yo no soy un intelectual, pero me siento apelado por Ortega. Quedarse en la descripción y enunciado del problema es insuficiente, porque siempre ante los conceptos que atrapamos, en este sentido, negativos, nocivos, perniciosos… ¿qué hacemos nosotros? Decía Marías que es frecuente preguntarse, en general, ¿qué va a pasar?, pero muy rara vez qué vamos a hacer y más en concreto ¿¡qué voy a hacer yo para revertir esta penosa situación actual!? De momento, servidor, está leyendo y escribiendo esta entrada, usted la está leyendo y ambos, usted y yo, nos estamos haciendo cargo, somos conscientes de que algo malo pasa y algo bueno debemos aportar. Usted piense en qué puede cooperar para mejorar usted y su circunstancia; yo ya lo hago para mí y la mía… No pensemos en grandes heroicidades, en magníficas actuaciones o maniobras… Lo pequeño es hermoso decía Fritz Schumacher… ¡y ahí, en lo pequeño está la solución!

Toda la obra orteguiana está trufada, asentada, sobre la razón vital que queda de manifiesto en La rebelión de las masas, esos contingentes enormes de personas que quedan equiparados en tantos ámbitos. Se nivelan, dirá Ortega. Se producen las aglomeraciones, añade y concluye Marías: “Todo está lleno”… de gente: como Cudillero este verano, como Oviedo, como Gijón, como todos los lugares por los que anduve este verano: lleno hasta las asas, lleno hasta la bola, que diría un castizo. ¡Y escribía esto en 1930! ¿¡Qué diría de este 2024!?

Aclara Ortega: “La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas sólo ni principalmente ‘las masas obreras’. Masa es ‘el hombre medio’”. Todos somos masa para Ortega y solo dejamos de serlo por nuestra cualificación específica en la que actuamos, pero salvo en ella somos masa… Sin embargo, advierte Ortega que nos tropezamos de continuo con aquellos que todo lo saben y de todo saben, y aclara Marías: “Precisamente uno de los temas capitales de este libro es el de la ‘barbarie del especialismo’, aquella en virtud de la cual el hombre cualificado en un campo particular se comporta fuera de él como si tuviera competencia y autoridad, y no como uno de tantos, necesitado de seguir las orientaciones de los realmente cualificados”. ¿Quién no opina sobre las realidades más peregrinas e ignotas para él y, además, pretende que su opinión sea respetada? (V. Tantos tontos tópicos de Aurelio Arteta). “Una cosa es la masa —ingrediente capital de toda sociedad— y otra el hombre-masa —que puede no existir, porque es una enfermedad o dolencia que a veces sobreviene a las sociedades”.

No por lo escrito, la minoría selecta, la persona excelente, o con el deseo de serlo, debe ser petulante. Siguiendo a Leonardo Polo, la persona debe ser consciente de sus limitaciones personales y de las limitaciones de su circunstancia y por eso Polo definía al hombre como el “perfeccionador perfeccionable”, aquel que en su quehacer y su obrar anhela mejorarse él y su circunstancia. El hombre masa, por el contrario, no es un necio, sino aquel que cree tener ideas “taxativas”, escribe Marías, sobre todo porque todo lo sabe y no escucha ni atiende porque no lo cree necesario. Ni da razones ni tiene por qué: ni quiere llevar razón, como los sindicalistas y los fascistas, puntualiza Ortega. Esta actitud irracional, ¡con la que hay que contar siempre como realidad en el mundo!, lleva a la violencia. Creía Ortega que ya en 1930 se había alcanzado el cenit de esta y aún estaban por llegar las hecatombes de los dos decenios siguientes… “¿Cómo pudo escribir esto, precisamente cuando la violencia estaba empezando, un poco antes del triunfo de Hitler y de las matanzas de Alemania en 1934 y de la revolución de Asturias y de las purgas de Moscú y de la guerra civil española y de la Guerra Mundial, con los campos de concentración y los bombardeos arrasadores y la eliminación de millones de judíos y de los que no lo eran?”, enumera y se pregunta Marías asombrado.

Sí atisbaba Ortega el peligro de una violencia que hoy padecemos en las democracias representativas europeas donde el Estado la ejerce, o puede ejercerla, porque los ciudadanos le otorgamos el monopolio de su utilización. Es así porque creemos en que existen unos equilibrios entre los distintos poderes. Ortega llama a la violencia la ultima ratio, es decir: su empleo solo es admisible cuando no hay más remedio. Usar la violencia no es el camino mejor, pero se puede y debe usar; la paz no la tienen los pacifistas, sino los pacíficos; la eliminación de la violencia absolutamente es una utopía (desde el final de la Segunda Guerra mundial, aprendí, solo ha habido diecisiete días de paz en el mundo).

El liberalismo, según Ortega, es “la suprema generosidad, el derecho que la mayoría otorga a la minoría”, así como el bolchevismo y el fascismo son “Movimientos típicos de hombres-masa”, que nunca traen el mañana de mañana, sino un mañana arcaico “ya usado mil veces” y fracasado. Compara Ortega las sociedades generadas por la Europa occidental con las porciones del mundo comunista. Observa él que occidente, estamos en 1930, ha perdido, ha dejado morir las normas en todos los ámbitos. Europa, afirma, se ha quedado sin moral y, además, Occidente permanece desunido, porque Estados Unidos y Europa son incapaces de crear un espacio común bajo una misma bandera… Marías comenta cómo en Europa, tarde, mal y atribuladas, sin ilusión alguna, las naciones europeas querían generar (cuando él escribe en el 75) una Europa unida que recibirá, añado, el calificativo de los mercaderes: se ha olvidado su origen, sus cimientos y carece de sentido unificador.

Dedica Marías varios párrafos al tratamiento de lo que es una nación que Ortega hace en La rebelión. Ortega comenta largamente sobre ellas, cómo nacen, cómo se conforman y asientan, qué peligros les acechan… Medita Ortega cómo nacieron naciones hoy consistentes como España o Francia, por ejemplo, y cómo podría emerger una única nación en Europa de asentarse con acierto una idea nacional europea (cosa que un siglo largo después no se ha concretado). Ya Ortega se detiene en estas ideas, no sin cierta angustia tanto en el “Prólogo para franceses” y en el “Epílogo para ingleses”: teme, porque lo ve, que Europa se va a destruir, “se va a ir de entre las manos, por cerrazón mental y falta de imaginación. Pero hay que decir que ese prólogo y ese epílogo todavía no han sido entendidos por sus destinatarios. Y así van las cosas”, concluye Marías.

Para Marías La rebelión de las masas es un libro casi profético que anuncia lo que ya él constata en el momento en que escribe su prólogo, es decir: en el año 75, insisto: “En conjunto, este libro es mucho más verdadero que hace cuarenta y cinco años; se ha ido haciendo verdadero, es decir, verificando. La crisis de las normas, la creencia de que ya no hay mandamientos —de ninguna clase—, de que hay sólo derechos y ninguna obligación, la sustantivación de la ‘juventud’ como tal, hasta hacer de ella un chantaje, todo eso está filiado con singular precisión hace cuarenta y cinco años, mostrado como una ingente falsedad, como una suplantación de la realidad, que amenaza anular una época espléndida”. ¡La suplantación de la realidad!, afirma Marías, cuando hoy en 2024, la verdad y la mentira son intercambiables y la inteligencia artificial nos hace indistinguibles la realidad y lo generado por ella… ¡admirable!

El “niño mimado”, el “señorito satisfecho” que Ortega denomina a quienes viven en un mundo maravilloso, lleno de facilidades y confort, pero que ni ellos han trabajado por él y ni siquiera comprenden ni estiman: solo lo consumen, se sienten en él con derecho a todo y sin ningún deber. Tras la Segunda Guerra mundial (1945) hasta mediados del 65, según Marías, estos niños mimados de Ortega no tuvieron quien los mimara, pero con la venida de los felices sesenta se volvieron a subir en el carro que nunca empujaron ni supieron cómo funcionaba ni qué tarifas había que abonar, “y una nueva ola de ‘señoritismo’ se ha derramado sobre el planeta. Y con ella, una reactualización de La rebelión de las masas, una nueva promoción de hombres-masa, de ‘bárbaros especialistas’, de hombres que, porque dominan una parcela del saber, hablan con petulancia y autoridad de todo lo que desconocen”.

Todo lo ante dicho, todo lo diagnosticado, todo lo visto o sencillamente vislumbrado por Ortega en aquel primer tercio de siglo XX tendrá solución, a juicio de Ortega y Marías, cuando se recupere el afán por la verdad y Occidente tome posesión firme de su realidad.

Julián Marías murió en el año 2005, por tanto, no vio los derroteros que el Occidente del que hablaba ha tomado y más aún en estos últimos años de la segunda década del siglo XXI y perdonen porque diga lo evidente. No soy pesimista, pero lo que hemos visto en estos últimos años no invita al optimismo, sino a seguir trabajando cada uno, con los medios de que dispone en su parcela más próxima en su yo y su circunstancia perfeccionables.