Hace unos meses en una
librería de lance, de segunda mano o como se llamen ahora… compré por dos euros
una novela mía, Amanda, querida. Por ese mismo precio compré un Vocabulario
andaluz de Alcalá Venceslada, mi abuelo. En aquel momento no pensé en mí.
Pensé en mi abuelo: durante décadas rebuscando palabras andaluzas no recogidas
en el diccionario de la RAE, 18.600, y ahora todo, desde el punto de vista
económico, se resolvía con dos tristes euros; una vida de trabajo intenso,
meticuloso, denodado… ¡dos euros!
Cierto que no lo obligó,
ni a él ni a mí, ni nada ni nadie a elaborar con meticulosidad de lexicógrafo entomólogo
ese Vocabulario de a dos euros el ejemplar, ni a mí a escribir la novela.
Hoy, ¡a lo peor fue siempre así!, la unidad métrica de toda realidad es el
dinero: todo se mide en dinero, que no por el valor que tenga esa realidad
concreta (“solo el necio confunde valor y precio”, escribió Quevedo). Son
frecuentes las noticias donde se recoge en el titular ¿Cuánto gana
Fulanito por vencer en el trofeo TAL? ¿Cuándo cobró Tal actor por
su última película? Los coches de MENGANO valen millones de
dólares… y así, tanto tienes, tanto vales.
Pienso ahora en mí y en
mi novela. No han sido pocos los autores que han visto sus obras como hijas de
sus entrañas y así, la obra, publicada, editada, es el hijo que abandona el
nido, que, como la Ratita presumida, se marcha a recorrer mundo sin el cuidado
del padre y, por tanto, ¡Dios dirá! No lo veo yo así. Tengo para mí que una
obra mía se asemeja más a uno de mis perros que a uno de mis hijos -que no
tuve-. El acontecer y los accidentes de la vida, a los animales y a los libros,
les suceden, no los eligen. El libro editado y el perro criado y educado van
camino adelante; el hijo llega un momento en que elige y acierta o se equivoca:
es libre.
Aquella tarde de mi
compra, volví a casa con mi Amanda y el Vocabulario andaluz de mi
abuelo como si hubiera encontrado a un perro mío perdido, a un perro que
agradeció dejar de estar a la intemperie en esas librerías (?) donde se dejan abandonados
los libros que no se quieren, como si se dejaran perros en la perrera pública.
¡Pobrecitos míos! Hoy ya están ambos al calor de quienes los aprecia, los
valora y sabe de ellos en sus bibliotecas.
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