25 de agosto de 2015

Bloom, Harold: CÓMO LEER Y POR QUÉ (II de CUATRO)





        Antes, en el tiempo, hace años, a lo peor siglos, cuando la justicia y la prudencia eran virtudes se procuraba que toda actividad práctica humana se informara por clases diferentes de tendencias, lo que los clásicos llamaron inclinationes. Aprehendemos el bien como el concepto fundamental en la actividad práctica: queremos ese bien, y explicitamos lo que aprehendemos en el reconocimiento que nuestras acciones prestan al principio de que el bien ha de hacerse y el mal evitarse. Toda persona, en cuanto ser racional y social, busca el conocimiento (y sobre todo, busca el conocimiento de Dios, lo sepa o lo ignore). Es, por tanto esencial, por la falta de tiempo, por prudencia… para toda persona que estas inclinationes estén ordenadas. Cierto que no es el caso que cada uno siempre ordena sus inclinaciones de esta manera, pero los patrones generales de un comportamiento distintivamente humano muestran esas tendencias de tal modo que son los fines a los que se dirigen los que proporcionan nuestras experiencias primarias de la búsqueda de bienes particularizados. Por tanto, cada individuo se enfrenta inicialmente con preguntas similares a éstas ¿cómo alcanzo los bienes que tengo delante? ¿Qué es lo mejor que debo intentar conseguir ahora? ¿Es una determinada cosa realmente un bien o sólo se me aparece como tal? Y esta confrontación inicialmente no es teórica, sino el contexto de las inmediaciones de la práctica. Es obvio, charlie, que en este apoyadero estribaban mis disquisiciones de antaño y en el mismo hallo las de Bloom. ¿Por qué debo leer? ¿Es bueno leer por qué?, etc.

         La obra de Bloom está dividida en un prólogo y cinco partes. En el prólogo explica el autor ¿Por qué leer? y en las cinco restantes se centra en autores y obras, casi todas escritas originariamente en inglés, salvo los inevitables clásicos universales rusos, franceses, italianos, españoles…, que son minoría. Dos capítulos dedica a la novela, uno al cuento, otro a la poesía y, por último, otro al teatro.

         Lo primero que me llama la atención de este autor, y en esta obra, es que así como el tiempo se divide en antes y después de Cristo, el mundo de la literatura para Bloom se divide en antes y después de Shakespeare: antes parece que hubo bien poco y, siempre, como referencia y faro el dramaturgo inglés de intocable prestigio a quien Bloom le reza: “Con Shakespeare me acuesto, con Shakespeare me levanto, con su Hamlet y…”, en fin. No lo comparto. El Evangelio –busco entre mis notas, pero no las encuentro- es comparado con Shakespeare y no es que me parezca irreverente, que no lo es, sino sencillamente me parece una memez. Copio y leo de algún sitio: Harold Bloom, el famoso crítico literario, amaba la literatura hasta el extremo de afirmar: «Para mí, Shakespeare es Dios». Y esto me lleva, como Chesterton ironizaba, a las consecuencias del ateísmo: «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en cualquier cosa».

         Las pautas que deben darse para una buena lectura, según Bloom, son las siguientes. Las anoto y comento: su “primer principio, a fin de renovar la manera en que leemos hoy, [es] un principio que me apropio de Samuel Johnson: Límpiate la mente de tópicos. El diccionario nos dice que los tópicos o lugares comunes son fórmulas o clichés convertidos en esquemas formales o conceptuales”. Principio imposible y que el propio autor incumple en cada comentario de cada obra, pues lo que no es tradición es plagio y así toda lectura se sitúa en contextos culturales, se incardina en tradiciones, más o menos tópicos, de lo que nos hemos hecho idea. Para quebrar la virginidad y la práctica del paracaidismo solo se necesita un salto… Quienes hemos vivido, quienes hemos leído mucho… no acudimos nunca a la lectura de una obra –el visionado de una película, a una fiesta de cumpleaños…- como si fuera la primera vez… ¡porque no lo es! Cuántos no leen el Quijote porque no les gusta leer, porque es muy largo y, me temo, sobre todo, porque ya creen saber de qué va. ¿Quién va a leer el Quijote, charlie, como san Pirulo? Imposible.

         Sigo con el segundo principio…

21 de agosto de 2015

Bloom, Harold: CÓMO LEER Y POR QUÉ (I de CUATRO)



         He ido dejando el comentario de este libro. Una vez más se hace verdad que lo mejor es enemigo de lo bueno. Quise hacer un comentario largo y detallado y ahora las notas que tomé requieren una relectura de muchas páginas enteras: esto se convierte en un puzzle que soluciono a base de relecturas y horas. Vaya todo por servirlo a usted…, y a charlie.


          Buenas tardes, charlie:

         Te lo advierto: entrada para lectores de fondo. Si tienes bulla, si vas con prisa, haz lo que el florentino…: Mira y pasa. Me pongo a ello porque, si me enfrío otra vez, no es lo mismo: las ideas huyen de mí como las moscas de la olla hirviendo.
         Se me amontonan las ideas y ni tengo tiempo ni quiero hacer un esquema para escribirte a ti: me resisto ¡y venzo! Me guío por las notas tal cual las tomé más las aclaraciones...
         A Bloom lo conocí hace muchos años cuando publicó El canon occidental (http://www.anagrama-ed.es/titulo/CM_253) que tanto dio que hablar en la prensa y en las revistas más o menos especializadas: entonces, ¿te acuerdas? Leía yo varias todos los meses con la ansiedad frenética de quien desea cruzar la bañera de su casa en libro y hallar los leones de Tartarín por lo pasillos, ¡joder qué tiempos, charlie! En esos años todo parecía posible, factible, imaginable… ¡soñable!
         Bueno, que te digo de Bloom. Este señor venía a dar en la diana de una conversación que todo buen lector ha tenido con su maestro -si tuvo la fortuna de tenerlo- o con algún colega. ¿Cómo leer, desde dónde, qué autores y obras, cuándo, en qué orden…? Al final se trata del afán analítico del conocer humano que desea –y necesita- cierto orden en la inestabilidad vital y más aún en la vida de las bibliotecas. Hacía ya años que había yo, adolescente, descartado la lectura continuada de un autor hasta acabar con todas las obras que hubiera de él en la llamada Casa de la Cultura, pero eso creo que ya lo conté.
         Mi primer filón orientativo fue don Francisco Molina (años hace que no sé de él) que me encaminó a lecturas, digamos, sólidas, clásicas y adecuadas para jóvenes, pero que no llevaban el marchamo de juveniles, pues esto para un adolescente como lo era yo… ¡Para todo adolescente, con conciencia de clase, que diría Rafa Ballesteros!, lo de obra juvenil era un adjetivo insultante e innecesario, pues uno tenía la capacidad sobrada para asomarse allí donde lo pusieran y subirse el pecho a jorro sin parpadear (y quien no entienda, que lea a Cervantes, charlie, porque ya sabes: en él se ponen luces a toda inteligencia, ¡y no hace falta ir a ver sus huesos!). En esta navegación hallé obras y autores que me marcaron.
         De don Francisco Molina, que fue senda segura, me fui a don Alfonso Sancho Sáenz (que en paz descansa), que me abrió vericuetos distintos: más estrictamente literarios, más españoles también, eran estas obras con firmes cimientos en lo clásico: a él le oí explicar la expresión “los experimentos con gaseosa” por primera vez en mi vida y que atribuyó a Xenius. De las conversaciones con don Alfonso también saqué títulos y perspectivas que ignoraba y que, entonces, eran para mí solo nombres del manual Literatura y motivo de estudio, que no de lectura. “Lee lo que está de pie”, me dijo.
         ¿Quién era este yanqui apellidado como un personaje de mi admirado James Joyce? Bloom, Harold Bloom. Ni idea: no había oído hablar de él en mi vida, creo. Insisto, charlie, conservo ordenados, etc. las revistas y los periódicos de la época donde se abrió el debate del eterno melón sin tajar del todo y sin orden: ¿hay o no un canon para leer? No me convencieron las explicaciones de Bloom que conocí por la prensa –me pareció sesgado- y no compré el libro y no lo leí: solo me limité a pasearme por las críticas.
         Años después compré el libro que da pie a estas letras que hoy te escribo, charlie, Cómo leer y por qué, y estuvo en las estanterías durante años. Al hilo de algo, hace unas semanas, me acordé de esta obra y la he ido leyendo con atención y he tomado muchísimas notas… Te digo de entrada que no me convence, pero me da pie al debate. Él, no me cabe duda, será un sabio, con un prestigio internacional, etc. y tú ya sabes: servidor no alcanza, pero también algo chanela ya de cuanto aquí se trata, porque no pasaron los años y las lecturas en vano.


          Es una obviedad, y por ello, hoy más necesario hacerla explícita que el relativismo actual nos lleva a pensar, y actuar, afirmando que cada uno lea lo que quiera, que cada uno baje las escaleras como quiera, construya su casa donde y como quiera, conduzca su coche como le brote y todo ello mana del relativismo exacerbado y su unilateralidad exasperante. ¡Allá cada uno y aluengo de menda er deluvio!
  


11 de agosto de 2015

Dickens, Charles: AVENTURAS DE PICKWICK



 

         De este libro me habló hace muchísimos años un catedrático de Matemáticas. Si no me falla la memoria, él no lo había leído (?), pero me habló muy bien de él: que era una maravilla de libro, etc. Pasados muchos años tuve la oportunidad de adquirirlo (está marcado su precio en pesetas, edición del año 89) y muchos más años después me pongo a leerlo.
         La introducción, de Arturo Ramoneda, me parece adecuada, orientadora para quienes como yo entramos en la obra despistados. La traducción de Júcar es de don Benito Pérez Galdós… y es curiosa, pues muchas de las expresiones, giros, etc. tienen un regusto hoy ya un tanto arcaico, incluso en la grafía: me ha hecho gracia. Son dos volúmenes.
         La obra de Dickens nace al amparo de una publicación periódica que le ofrece un dinero fijo y un espacio inamovible en el diario: creo que esto muy especialmente condiciona la creación. El autor se ve obligado a ajustar la peripecias de sus personajes a episodios que deben tener el carácter propio de todo folletón: pasajes de interés, de clímax alto, de aventuras breves y concatenadas… ¡Lo que a día de hoy sabe y experimenta cualquiera que siga una telenovela!
         En alguna ocasión el lector, al menos yo, tengo la sensación de un ir y venir caprichoso de la mano de los personajes, pues su autor a ellos y a mí nos lleva un poco al albur de lo que se le va ocurriendo, sin tener muy claro hacia dónde vamos: nos detenemos durante páginas en asuntos que se me antojan baladíes y pasa por asuntos prometedores en páginas previas que se disuelven en nonadas. Es lo que hay: donde manda patrón…
         El llamado Club Pickwick es un grupo de señores acomodados y en apariencia aburridos que deciden hacer un viaje por Inglaterra para hacer relación de cuanto se encuentren a su paso: personas, costumbres, tierras, animales, etc.  El Club envía al creador del mismo, Mr. Pickwick, con tres de sus amigos, compañeros, colegas: Mr. Winkle, Mr. Tupman y Mr. Smodgrass, a los que se sumará un criado que toma Mr. Pickwick, que es Sam. Se supone que en la obra se nos están narrando las actas que estos señores dejaron escritas, por eso, el narrador, hay momentos en que duda a la hora de fijar con exactitud determinadas realidades que quedan en el aire.
         Como ya he escrito las historias que se nos van narrando, nacen, crecen y mueren en función del capricho aparente de su autor. Los personajes son ya hombres viejos y, en general, bastante ridículos, rozando la necedad, pues casi todo lo que acometen si no lo hacen al revés exactamente de lo que pretenden, se quedan a un palmo de ello.
         Las historias, aventuras, etc. de los propios personajes se trufan con otras que narran personas con quienes se van encontrando por los distintos lugares por los que pasan (me acuerdo de la primera parte de nuestro Quijote). Son historias, por lo general realistas, no sin ciertas reminiscencias románticas, casi góticas. El autor quiere valerse de ciertas ironías y gracias para arrancar, por lo menos, la sonrisa del lector, pero ignoro si será por Dickens o por su traductor, Galdós, pero estas intenciones quedan en eso, en meras intenciones, pues rara vez el lector sonríe (más frecuente es sentir una cierta pena por los personajes: buenos, pero a un palmo de parecer tontos).
         La obra se lee con agrado, pero no tiene más trascendencia que lo explicado. No es que se narren ni grandes aventuras, ni se haga una relación detallada de costumbres, etc. (se suele detener con bastante detalle en las pantagruélicas comidas: los platos y sus calidades, los vinos…). En general, casi todo lo narrado tiene un fondo de bondad amable, pero también tamizado por una neblina muy inglesa, insisto, de ridiculez, que aportan los personajes.

4 de agosto de 2015

Madrid, Juan. NADA QUE HACER




        Por pura casualidad me cae en las manos esta novela de Juan Madrid, de quien también por razones profesionales leí meses atrás Huida al sur.
         Hace unos días leía una entrevista al autor francés Pierre Lemaitre quien venía a decir, sin ser original –nihil novum sub sole- que la novela negra es el medio natural novelístico donde situar, incrustar, narrar, contar, denunciar… “lo que pasa en la calle a estas alturas”: más o menos; como poetizó el señor Pérez, alumno de Juan de Mairena.
         Nada que hacer es una novela entretenida y su narración eficaz. Situada espacialmente en el Madrid de los primeros 80, el autor nos narra la peripecia de un vencido Silverio Roca quien tras ser traicionado por sus cómplices es guardado en la cárcel dos años largos. Roca, hijo de delincuente, conductor especialista en conducir vehículos tras los atracos, en traslados de drogas, etc. es un fracasado absoluto que no admite la redención ni ser redimido: la vida es así, las cosas así, esto es lo que hay, y no hay más cera que la que arde, etc. Durante este tiempo que pasa en la cárcel, solo le anima y desea salir para vengarse de sus traidores y recuperar un dinero que se le debe: dos millones de pesetas. Su obsesión es solo esa, pero la gestión se le complica y tiene que cometer algunos asesinatos, etc., de los que el novelista lo justifica o comprende, o así lo puede interpretar el lector: al fin y al cabo los asesinados son de unos sinvergüenzas y el pobre Roca solo andaba intentando recuperar lo suyo: un tal Fernando sacó su pistola y a nuestro protagonista no le quedó más remedio que degollarlo; el asesino a sueldo intentó ir contra él… y se comió un tiro de recortada con tantos plomos como recibiera el dueño de la tienda de deportes que no quiso decirle al señor Roca la dirección donde vivía el Chino, pero no fue él quien primero decidió romper la baraja por lo más caliente… Ojo por ojo. Tú más y yo, además, no fui el primero. El hampa es así.
         En la novela se mezcla el submundo de las drogas, los prostíbulos, los chulos de pistola, navaja y gimnasio con las altas finanzas y sus oscuros negocios: financiación de facciones radicales, evasión de impuestos, etc. Todo ello bien mezclado, agitado, con las elipsis necesarias, con los lugares comunes que a todos nos son conocidos por películas. Esta novela en concreto de Juan Madrid, mientras la leía –y he pasado un rato agradable, insisto- la situaba en un ambiente muy parecido al que hallamos en la película de José Luis Garci, El crack, con un Alfredo Landa como lujo; la película y la novela son de los mismos años aproximadamente.
         Todos los personajes que la pueblan, al margen de medios económicos, clases sociales, etc. son unos matados, unos desechos sociales, unos delincuentes, unos criminales… con el alma más negra que la de un bucanero: no hay amparo ni solución parece que nos dice el autor. Los ramalazos de humor, como la conversación que se produce en un momento dado entre el legionario y el expolicía al servicio del banco… no los logra del todo el autor y quedan en una escena un poco ridícula. Las putas son unas putas de cartón piedra, figurantes y actrices de pelis de serie B y las escenas de los desnudos son propias de las películas del destape en la España de finales de los 70: tanto la mujer de don Raúl, Marta, como la chica del prostíbulo realizan la misma escena en dormitorios distintos… No hay espacio para la ternura en la novela: no cabe. Ni la ya ajada dueña de la pensión, antigua amante de Roca, ni su hija ponen el contrapunto de ternura: los callos que le da como almuerzo y el ambiente de su negocio solo dan para bicarbonato.
         Ya casi en el cierre, Juan Madrid, con la acción de Doroteo, el ciego, quiere poner un final sorprendente que ya a esas alturas, como decía aquel, “ya no importa”. Da igual. Todo se ha perdido. En realidad todo estaba perdido antes de empezar, porque con esas personas no se puede ir muy lejos, en realidad no hay Nada que hacer.
         Entretenida novela de este autor. La segunda que le leo.
         (Decían y casi lo sé de primera mano, que Galdós, incluso ya mayor, viajaba a los escenarios donde quería situar sus novelas, se documentaba, etc. No hace falta ser un genio ni una gran investigación, pero Madrid nos sitúa en la celebración de una misa donde curiosa e inmediatamente tras la homilía-un verdadero topicazo- se reza el Padrenuestro. Con mirar un misal, se comprenderá la falta de respeto del autor… a los lectores. Por favor, don Juan).
Juan Madrid