30 de marzo de 2015

Centenario de Teresa de Jesús, santa escritora




         Como católico la santidad, no puede ser de otro modo, me resulta tan atractiva como la realidad misma en que cobra sentido mi existencia. Su atracción me lleva a leer, conocer y admirar –e intentar imitar en la medida de mis posibilidades y correspondencia a la gracia- las vidas y las obras de los santos que han sido proclamados por la Iglesia, pues como modelos y ejemplos son así declarados. Este es el caso de Teresa de Ávila, santa Teresa, Doctora de la Iglesia.

         Bajo mi modesto punto de vista, esta Santa encarna todo un inconfundible espíritu español que se reconoce en otros muchos compatriotas y coetáneos suyos: personas de graveza, que se decía en la diplomacia de la época; y “con sangre en el ojo”…, es decir, a quienes poco o nada arredraba. Innumerables han sido quienes se han preguntado qué tenían los españoles de esa centuria.

         Los dos párrafos anteriores no tratan de un enaltecimiento inane y necio, sino de la admiración que promueve actitudes, porque las palabras convencen, pero los ejemplos… arrastran y este, sin duda, es el caso de santa Teresa.

         Celebrar el Centenario de la santa de Ávila, dado el caso, comporta, entiendo, como mínimo una doble realidad inmediata: su condición de santa e intrínsecamente a ello su condición de singular autora de la literatura universal. ¿Se pueden separar estas dos realidades, así como otras intrínsecas a la persona misma? Sería un caso de estudio esquizofrénico y, en el mejor de los casos, parcial.

         Me llegan noticias de la celebración de este Centenario –al que se suma el de san Juan de la Cruz y otro, menor, de Cervantes con motivo de la segunda parte de su Quijote-. ¿A qué conduce o debiera conducir todo ello?

         La palabra ‘celebrar’, de origen latino, se introduce en el léxico castellano por vía religiosa y venía a significar ‘frecuentar’, ‘asistir a una fiesta’. Entiendo, por tanto, que celebrar un centenario de aquello que sea –y lo merezca, como es el caso de los citados- debe comportar al menos el llegarse, digamos, y darse un paseo por la obra y la vida de los festejados. En el caso de los centenarios de obras y autores de la más diversa índole, de personas, se entiende que las celebraciones aportarán luces nuevas que harán más brillar a los celebrados y su luz nos ayuda y sirve a los demás.

         Hoy, cuando reina lo relativo, no hemos de asombrarnos que se exalte la figura de cualquier fifiriche por realizar obras fútiles, tan ridículas como risibles, y se ignore la calidad y el valor verdaderos de personas que han hecho aportes singulares a la humanidad, que han supuesto una mejora notabilísima para quienes las han querido aprovechar. Lo marqués no quita lo valiente.

         Considero que la celebración del Centenario de santa Teresa es una invitación para acercarnos de nuevo a su persona y su obra. Como en todo cabe la absoluta indiferencia sin que tenga que ser irrespetuosa. Entiendo que esa mujer que nació en Ávila un 28 de marzo de 1515 es persona fiable para andar por el camino propio de la vida buena, que a todos nos interesa –incluso a aquellos que no saben de él-… y de santidad –la disyunción se me antoja indiscutible-. Su sentido común y su salero (léase Camino de perfección o su Vida); su alcance en la unión con el Ser (El Castillo)… pueden ser de interés para usted y también para mí. (Quizá este enlace y la carta que contiene nos sean de ayuda: http://www.conferenciaepiscopal.es/index.php/mensaje-francisco-v-centenario-santa-teresa.html).

25 de marzo de 2015

CHARLIE-SALIDA- 48. ¿Muerto en vida? Leve balance existencial



  





         Querido charlie:



         Quienes hayan padecido una enfermedad larga, que haya supuesto un paréntesis forzoso en su vivir cotidiano, pueden hacerse una idea de lo supondrá su futura muerte y desaparición de la faz de la tierra. Inexcusable la asistencia a esa cita.

         Es curioso el proceso y lo puedo explicar con detalle porque ya he padecido algo así en dos oportunidades. Hace años en un verano y ahora en plena actividad laboral invernal.

         Los primeros días, tanto en aquella fecha infausta como ahora, las personas que se ocupan del enfermo son muchas. La solicitud por la recuperación, por hacer más llevadera la impaciencia por la curación, las atenciones se multiplican…: llega un momento, se diría, que abruman. El interés, generalmente sincero, de familiares, amigos, compañeros, colegas… es continuo, diario. Ahora, con la cantidad de cauces para comunicarnos, es un no parar de llamadas al teléfono móvil, al teléfono fijo, whatsapps, correos electrónicos, mensajes… (en aquel entonces veraniego aún no existían ni móviles ni Internet estaba al alcance de todos).

         Llega un momento en que el enfermo casi añora una cierta serenidad. Se multiplican las explicaciones de lo sucedido, de lo que se espera, de lo dicho por los médicos o el médico, de lo que opinaron unos y otros, detalles sustanciales o accidentales. El suceso de “aquel día” se disecciona hasta el segundo: la caída, la rotura, la operación, el dolor, el desconcierto, las dudas, los diagnósticos… El enfermo, a lo largo de los días, olvida a quién dio tal o cual explicación y con qué detalle. Todos parecen tener un interés inagotable y la curiosidad se multiplica. Las señoras que, casi por norma, llevan un pequeño Marañón dentro –más aún si son madres experimentadas- apuntan posibles diagnósticos, hacen conjeturas mil, apuntan posibilidades de toda índole. Las recomendaciones y recetas médicas caseras abundan.

         Las visitas a casa menudean: se llevan pasteles, bombones, pastas… que le vienen fatal al enfermo que va viendo cómo en su inmovilidad va ganando peso e incapacidad. El enfermo no sabe qué hacer con pasteles, bombones y pastas y termina por comérselos. Las visitas son el primero de los medios de comunicación que languidece y desaparece. Ya en algunas llamadas -quienes creen que debieran ir por casa del amigo- se justifican con mil causas de irrefutable peso. Además no siempre el enfermo está en condiciones de recibir a todos: se cansa, está harto de repetir lo mismo, de dar el parte casi diario de una enfermedad que apenas evoluciona, sino que todos tienen la sensación de que se estanca, que no mejora. Los médicos piden una paciencia que el enfermo sobradamente está demostrando.

         Los días pasan y el enfermo, además de ir perdiendo la paciencia, va siendo poco a poco olvidado: los colegas y los compañeros ya no llaman o escriben, se interesan más esporádicamente, y se van reduciendo en número hasta no ser más de tres o cuatro quienes permanecen fieles a la causa. Los meros conocidos, en realidad, apenas supieron del suceso por otros y, si se puede salir a la calle y el enfermo se los encuentra, explican –casi se excusan- de no haber sabido nada, de no haber tenido noticia de que el enfermo “lleva semanas encerrado en casa con dolores, sufrimiento, molestias…”. “¡Pues cuánto lo siento!: no lo sabía. El caso es que no te veía últimamente y me preguntaba dónde estarías… No sé: no me imaginé…”. Lugares comunes, excusas que en realidad no son petición de comprensión y perdón, que son innecesarias, sino de justificación propia: el conocido, en realidad, dice lo que debe decir, que para eso somos moralmente kantianos, y todo vuelve a su estado natural de equilibrio: aquí no ha pasado nada. Los amigos siguen fieles a las llamadas, los correos… y se van preocupando, si la enfermedad se alarga y el doliente empieza a perder el ánimo. La familia se va cansando de la atención continuada que requiere el enfermo que no solo no es ayuda para la casa, sino que, además, se ha convertido en una carga y un quehacer más en ella: no aporta alegría, no aporta conversaciones novedosas, no ayuda, ensucia y no limpia… Los nervios se van perdiendo.

         El enfermo va bajando la peligrosa cuesta del desánimo. Se da cuenta de que de no cuenta, que se va haciendo un ser incorpóreo: la falta de trato con los demás (el hombre es ser necesariamente social) lo invisibiliza. Va dándose cuenta de qué pasaría aproximadamente si estuviera muerto más que enfermo. Pocos lo recordarían. En el trabajo hubo un sustituto o no, pero su puesto fue ocupado o permanece vacío: nadie es imprescindible, el cementerio está lleno de estos. Los jefes, esos gerentes, con pericia, han sorteado el problema: a trabajador muerto, otro puesto, el quehacer se ha repartido entre tres ¡y todo sigue funcionando con normalidad! No ha pasado nada. Todo sigue. Todo funciona.

         El enfermo enclaustrado, pasado el mes de convalecencia, ya es un muerto viviente. Tiene toda la información que necesita para saber qué ocurrirá en el mes posterior a su muerte. Puede hacer la lista de quienes se acordarán o no de él, de la importancia o trascendencia que tendrá su importantísima vida ¡para él! y que para la inmensa mayoría es sencillamente una vida más que ya pasó. El recuerdo esporádico, al hilo de tal o cual cosa –la memoria es relación- de aquel amigo, aquel compañero, aquel colega o aquel conocido… que ya se fue, qué hizo o que…, pero que murió. Relee textos de las Coplas de Manrique y recuerda Hojas de hierba de Whitman, esos salmos donde el otoño esas mismas hojas seca, y obliga a caer… y son los hombres que mueren. R.I.P.



         Tucho Castelo.


23 de marzo de 2015

¡¡MÁS 100.000 ENTRADAS A ESTE BLOG!!




H


ace unos días este blog llegó a las 100.000 visitas. ¡Asombroso! Cien mil personas han entrado a ver qué es lo que había publicado, han leído o sencillamente ojeado lo que había escrito… ¡más de 100.000 personas ya!

          Leo muy de vez en cuando alguna entrada de blog donde se explica “qué hacer para tener éxito en un blog”. En general los consejos y reglas, como las recetas de cocina sobre un mismo plato, son muy parecidas: un poquito más o menos de sal, de aceite o sencillamente no ser enojoso en la redacción, poner medios de resalte.
          Me asombra que alguien pueda vivir de lo que escribe en un blog, como no dejan de asombrarme cómo se mantiene un avión en el aire o cómo un zorzal, pájaro de pequeña envergadura, es capaz de volar durante días y días durante miles de kilómetros, “¡Jo qué tropa!”, me digo como Romanones, conde de… “Ya hay que ser listo para comer de un blog –bueno, y merendar, y cenar, y comprarle un bolso a la Mari…-. Tanto como para no perderse en la inmensidad desde Rusia hasta aquí volando: sin comer, ni merendar, ni cenar, ¡y sin bolso…!”.
         


           Es obvio, me digo, que mi blog es un espacio que no aspira a éxito alguno: por su contenido, aspecto, extensión… se ve a tiro de ballesta. En realidad: Todo éxito es prematuro, me lo explicó un viejo amigo. Y no lo decía solo él, sino que ya lo decían otros más viejos y tan sabios como él, pero en latín: nemo ante mortem beatus est. Es decir, que nadie antes de la muerte es feliz, que es lo que significa ‘beato’, porque meapilas es otro ser, un tanto deformado y distinto, casi siempre infeliz por bobo (casi tan tonto como quien lo critica). Así pues mi blog, que no es un blog creado para el éxito, porque ni lo busco, ni lo quiero, ni parece que él me quiera a mí, ¡de momento!, pero a todos llega el tiempo de balancear y sopesar lo hecho… ¡esa mortem tiene que llegar! Pues eso: que 100.000 personas, entre ellas usted, o personas como usted, se han llegado a mi blog a echar un ojo…

         Estoy por dar las gracias, cosa que hago con frecuencia, con sentido concreto de lo que comporta, aunque más sean los demás quienes debieran dármelas a mí, pues, servidor, como el poeta, que tampoco murió, pobrecillo, en la abundancia, como profetizó, afirmo:



  Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito./

  A mi trabajo acudo, con mi dinero pago/

  el traje que me cubre y la mansión que habito,/

  el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.



         Que no es ordinariez de índole ninguna decir lo que se piensa, pues a la verdad y al buen comer llaman Sancho, aunque quizá sea al buen callar, pero ya puestos, ¿verdad?

         No. No es blog de éxito el mío. No da para comer, ni para merendar, ni para nada de casi nada… Eso sí: da la satisfacción de quienes van y vienen por él, dejan algún comentario, o lo hacen en un aparte un tanto teatral de la vida misma: “Me gustó mucho tu última entrada”, me dicen. Y yo, todo cortés: con un “Gracias”, agradezco que se haya invertido un ratico de vida, un trozo de eso tan sustancial hecho en el tiempo… en leer los pobres renglones de un blog que NUNCA FUE CONCEBIDO PARA TENER ÉXITO, sino para algo mucho más prosaico, más extraordinario hoy, más suculento, más amable… cual es SERVIR A LOS DEMÁS… por el hecho en sí de servir, con la convicción de que muchas veces se produce el mágico milagro quijotesco: El empeño de dar de beber al hambriento y de comer al sediento, porque son muchos quienes, en realidad, no quieren ser servidos, sino que se les deje en la paz del limbo que concita la ignorancia, la pereza, la acedia…

         Hay, sin embargo, ¡caramba!: más de 100.000 personas que alguna vez se llegaron por aquí a verme y a ver qué leí, qué se me ocurrió, qué escribí.

         Gracias por dejarse servir, gracias por leerme… y no lo olvide: todo éxito, piénselo, es prematuro. Si necesita algo de su s.s.s. no dude el solicitarlo, ya sabe: lo difícil lo hacemos de inmediato, lo imposible… tardamos un poco más.




          Con afecto.
  

      

16 de marzo de 2015

Entre los restos de un muerto leo...



   
       Cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote. Los investigadores mueven y remueven restos para averiguar si su autor, el genial don Miguel, ese hombre de paciencia inagotable, se encuentra enterrado allá o acullá. Me pregunto qué pensaría o qué diría el autor de poder asistir a hechos semejantes.
         Murió tan pobre que no se pudo pagar un enterramiento digno. Falleció un 23 de aquel mes de abril de 1616, estando al borde de su lecho su mujer y doña Constanza de Figueroa, su hija Isabel y el clérigo Francisco Martínez Marcilla. Unos hermanos terciarios amortajaron su cuerpo con el hábito franciscano. Fue llevado al convento de las Trinitarias, con el acompañamiento de los citados y dos oscuros poetas: Luis Francisco Calderón y Francisco de Urbina. Lope de Vega, dicen, rezó un responso ante el cadáver de don Miguel. Sepultado en un nicho, sin inscripción, tapiado de ladrillos. Ni “caló el chapeo”, ni “requirió la espada”, ni “miró al soslayo”, sencillamente, “fuese y no hubo nada”. Esto fue todo y ese hombre, que así moría, casi como vivió, ya era ayer, y más aún hoy, estoy seguro, el más representativo y supremo de los hombres del genio español. “¿Y qué?”, me pregunto, quizá se pueda preguntar usted. Qué nos diría ese hombre que por tanto pasó. “¡No rebusquen vuestras mercedes entre mis restos!”, me temo que diría. “Déjenme en paz agora ya pasados los gusanos. Lean, lean mis obras y tengan buen provecho dellas”.
         Vivimos época en que casi todo se nos antoja gigantes a la confusa y miope mirada, siendo molinos tan solo eso que ahí tenemos. Las apariencias, el éxito, lo accidental frente a lo sustancial, lo adjetivo y colorista manda sobre el sustantivo que se olvida. ¡Qué gran greguería!
         Supongamos que los restos en estos días hallados son de don Miguel de Cervantes. Que confirmamos lo que ya sabemos: que mancó en Lepanto y sus huesos ratifican lo mil veces repetido; que estaba enterrado en las Trinitarias; que junto a esos restos se hallan los de su esposa… o que, por el contrario, nada de ello es así: que no… que los restos no son sino de un varón quien fuere y una mujer de comienzos del XVII… “¿Y qué?”, me sigo preguntando.
         Cuarto centenario…, huesos y restos y una obra impar que ahí sigue y pasa y que tan solo en noticia no porque se lee, sino porque… los huesos de su autor se hallan o no. Bien me parece que reciba la digna sepultura que este mundo pueda otorgar a los restos de tan sin par caballero, pero sinceramente creo que más debiera honrársele a estas alturas leyendo lo que fue su genial obra… y a él, que Dios lo guarde.

11 de marzo de 2015

MacIntyre, Alasdair, TRAS LA VIRTUD



 
          Cuando faltaban cuatro o cinco renglones para el final de la obra, tras 340 páginas de lectura densa, sumamente atenta, afirma MacIntyre que “Tras la virtud debería leerse como obra provisional”, lo que me resulta desalentador, pues me ha costado gran esfuerzo no ya leer la obra, sino abundar en ella, detenerme en pasajes enteros, meditarlos, etc. y ahora resulta que estamos en los prolegómenos de un partido que continúa en una obra, que ya tengo sobre la mesa, Justicia y racionalidad.
         En 1981 publicó la primera edición de Tras la virtud. En ella al autor le movía que, a pesar de los esfuerzos de tres siglos de filosofía moral y de un siglo de sociología, todavía careciésemos de cualquier propuesta coherente racionalmente defendible desde el punto de vista liberal individualista y, a la vez, pensaba que la tradición aristotélica podría restablecerse, en diálogo con ella, de manera que devolviera la racionalidad y la inteligibilidad a muchas de nuestras actitudes y a nuestros compromisos morales y sociales.
         Apenas es necesario repetir que la tesis central de Tras la virtud es que la tradición moral aristotélica es el mejor ejemplo que poseemos de tradición cuyos seguidores están en condiciones de tener cierta confianza racional en sus recursos epistemológicos y morales. Pero la defensa historicista de Aristóteles sorprenderá a algunos críticos escépticos como algo tan paradójico como las empresas quijotescas. Porque el propio Aristóteles, como señala el propio MacIntyre al exponer su interpretación de las virtudes, no era historicista, aunque algunos historicistas notables, incluidos Vico y Hegel, han sido aristotélicos en mayor o menor grado. Mostrar que esto no es paradójico es, por tanto, una tarea que MacIntyre considera muy necesaria; pero sólo puede cumplirse también en la medida en que lo pueda hacer en el libro que siguió a Tras la virtud.
         Son innumerables las veces en que varias personas, incluso con buena voluntad, con voluntad, digamos, de entendimiento no llegan a parte alguna, a acuerdo amable. Está en otra longitud de onda, decimos. También afirmamos que “hablando se entiende la gente”, “tiene buena voluntad…”, sin embargo más se cumple lo primero que lo segundo: no hay manera humana de aclararse y llegar a acuerdo posible. MacIntyre viene a demostrar que partimos de presupuestos tradicionales o no, de narrativas tan distantes que a veces creemos usar las palabras en un mismo sentido y no es así: ni siquiera en un sentido aproximado. Es por ello que se hace imposible el entendimiento en una sociedad absolutamente relativista, desconecta, sin fines comunes, sin conceptos y acuerdos básicos para alcanzar el bien común sencillamente porque no sabemos ni entendemos lo mismo por este mismo bien común que acabo de citar: no estamos de acuerdo en qué sea bien, bien común, virtud, vida buena, valor; y dentro de las virtudes no sabemos qué es la justicia, ni la valentía, ni la veracidad ni la sinceridad, ni el amor… y así vamos chismorreando como cacatúas, creyendo a trechos que nos entendemos, pero sin saber ni a dónde vamos, ni siquiera a muchos les interesa, ni creen que haya una finalidad en la vida, ni que la sabiduría y la prudencia… ¿lo qué?, que dicen en Salamanca…
         Hago firme propósito de releer esta obra, pues he hallado muchas perlas intelectuales en ella. Enfoques que ignoraba o que dan cumplida cuenta de realidades que ya sabía, pero de las que no tenía o toda la perspectiva o perspectivas distintas que han enriquecido mi visión de la realidad.

4 de marzo de 2015

Bradbury, Ray, FAHRENHEIT, 451



   


          Es obvio que nuestras vidas se insertan, van en paralelo, se cortan, etc. con otras vidas y muy especialmente con las más próximas en el espacio y el tiempo: en ellas cobran ciertos sentidos. Es por ello que a los hijos, como dice Serrat, “Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones/con la leche templada/y en cada canción”. Así mamamos tradiciones más o menos ricas o empobrecedoras, cosmovisiones, que nos condicionan en tanto que las aceptamos o no, por completo o parcialmente, las debatimos… Así me ocurre a mí con las películas “de miedo” y “las fantásticas”: no las soporto. Tampoco los libros en sí cuyo contenido se abisma en mundos irreales, con compleja conexión con los muchos que han sido, son o pueden ser en mi fantasía… no me atraen. Ni el cine ni los libros de este estilo me agradan. Creo todo ello es básicamente herencia de los gustos de mi madre. (Tampoco me gustaban de niño las películas “de amores” o “de cantos” que ponían en el único canal de la época, la única tele que entonces había, en las llamadas SESIÓN DE TARDE de los sábados. “Si es de amores o de… no me llames”, advertía yo, aunque era de sobra conocida mi preferencia por otros géneros).
         Escrito esto, añado: no vi completa la película de François Truffaut realizada sobre esta novela de Ray Bradbury. Fueron varias veces las que, siendo niño la pusieron. Veía cómo los bomberos se dedicaban a quemar libros al comienzo de la peli (es posible que me falle el recuerdo y estoy a la espera de recibirla y poderla ver ahora), ¿cómo era posible, dónde se había visto que los bomberos se dedicaran a quemar en vez de a apagar incendios y, por si fuera poco, quemaban libros, bibliotecas? “¡Imposible!”, supongo que me diría y no soportaba el verla.
         He leído el libro con avidez y gusto, y eso que me hice de un ejemplar pésimo, viejo, de segunda mano, de cuando todo era más precario y he estado cogiendo hojas sueltas a ratos y recomponiéndolo. La cola usada permitía que las hojas sueltas cayeran y el libro crujiera por el lomo –conozco perfectamente el sonido-… y otro taquito de hojas mal pegadas se desgajaban.
         La hondura del libro no lo hace apto para todos los públicos. Una obra de esta índole, que nos introduce en un mundo diatópico, donde el autor apuesta ya en 1953 por mostrarnos una humanidad deshumanizada: lo que para él podría ser otra etapa de oscuridad en la humanidad. Grandes avances técnicos, una sociedad que busca las relaciones impropiamente humanas, donde el sufrimiento, el dolor es apartado por medios químicos a base de pastillas que nos recuerdan el soma de Huxley. Un mundo donde todos parecen felices, donde todo marcha con arreglo a un ritmo previsto, sincronizado… ¡hasta que el protagonista de la obra, Guy Montag, un bombero, descubre por medio de una chica, Clarisse, que todo ese mundo donde viven es falso por deshumanizado! Han desaparecido las conversaciones: el hombre, ese animal que se relaciona, que cuenta, que narra, que se ríe… ha sido anulado y con ello las relaciones con los otros. El olor de la hierba ha desaparecido, la lluvia parece no mojar. Montag está casado, pero cree no amar a su esposa Mildred: en realidad llega a comprender que ni siquiera la conoce. Los hijos se convierten en una carga absolutamente indeseable y, si se produce el accidente de tenerlos, hay que paliar en lo posible su realidad enviándolos lejos, a internados, etc. Se vive solo para el placer y vivir emociones fuertes, los auriculares aíslan de los demás, ¿les suena a conocido todo esto? Los sentimientos que nos alejan de los animales nos debilitan, pero nos humanizan… en el mundo de Fahrenheit 541 han desaparecido.
   Todo ello nace del olvido de la historia. La historia que los libros cuentan de mil modos distintos, desde que se empezaron a escribir, con sus poemas, sus novelas, su teatro…, sus filósofos…, con sus religiones solo entorpecen la vida feliz que todos ansían y parecen haber alcanzado. Es por esto que los libros deben ser quemados: los libros nos ayudan a conocer, a pensar y eso ¡nos complica la vida! Por eso los bomberos deben quemarlos.
         En el siglo XX, sin esforzarme demasiado, conozco y he leído unas cuantas novelas distópicas: Un mundo feliz (1932), 1984 (1949), Parábola del náufrago (1969), Gorrión solitario en el tejado (1972)… que nos han ido anunciando catástrofes que en parte se han cumplido, han profetizado situaciones que hoy vivimos… y otras que no son o aún no son exactamente.
         Ignorar la historia y la literatura es romper en gran medida con el mundo de origen. Cierto que ya no es cierta aquella frase clásica “allí donde vayas, tú serás la polis”, porque la polis griega desapareció, y el mundo del que venimos, donde se halla el locus de nuestro origen se esfuma, es por ello que para muchos, que vamos siendo viejos, la realidad en torno se hace difícil, precaria, ininteligible a ratos… como le sucede a Guy Montag, el protagonista de la novela: ya sé que el rey está desnudo, pero ¿dónde está mi ropa?