28 de agosto de 2014

Baroja, Pío, LA CIUDAD DE LA NIEBLA (y II)





      

Baroja, como Sthendal, gusta de pasar el espejo por doquier para luego contarnos lo reflejado en él. En su etapa de empresario panadero era norma en él el deambular durante las noches por los lugares más dispares de Madrid con el afán de mirar, de husmear, de contemplar, de anotar materialmente cuanto le fuera posible sobre escenas, personajes de toda laya, tabernas, cafeterías… Esto es lo que nos muestra del protagonista de esta novela: Londres.
         Me encantan las retahílas de lugares, actividades, personas y países lejanos citados con la familiaridad de quien nunca estuvo allí, de quien nunca los conoció. No faltan en Londres: polacos, judíos, chinos, rusos, franceses, negros y blancos… dedicados a las labores más dispares y nos hace el autor de la ciudad un abigarrado cuadro, insisto, de todo ello… ¡que me resulta la mar de barojiano!
         Novela abierta, novela de argumento disperso se da en ella a la perfección lo que Alberich escribió sobre la idea que tenía Baroja de lo inglés: le admira la eficacia, el brío, la laboriosidad, la actividad, la practicidad… que él atribuía a las gentes del norte de Europa y en particular a los ingleses y rechaza las consecuencias de ello: el poder del dinero, la búsqueda del confort, el materialismo… Detesta, por el contrario, en el meridional, entre quienes incluye a los españoles, su abulia, su indiferencia a la ciencia, el desprecio por el trabajo, su individualismo, su desorden vital… Terrible y ajustado a un momento no menos atroz (estamos en la primera década del siglo pasado) de una España hundida y zaherida por una generación, la del 98, que renegaba no sin razón de casi todo… Así escribe Baroja por boca de Iturrioz de los españoles que: “es un pueblo hundido en una miseria trágica y dirigido por una burguesía imbécil y al mismo tiempo rapaz. ¡Qué país! ¿Qué subversión más completa de valores! Yo empiezo a sospechar si la única fuerza de España estará en los presidios…”; la España de ayer, la España de hoy, acaso la España eterna. Tres páginas más adelante por boca del mismo personaje afirma que en Inglaterra se percibe “el aire tranquilizador del pueblo en el que se ve claramente el manantial del dinero. Es todo lo contario de Madrid. Allí se ve gente elegante, bien vestida, coches, caballos… ¿De dónde sale aquello? Es un misterio. En España todas las fuentes de la riqueza son turbias”. Escrito hace más de un siglo e innecesario dar nombres, detalles, situaciones, etc. en la España de agosto de 2014 que se ajustan al milímetro.
         Baroja fue un agnóstico en el ámbito religioso y un escéptico en general y con todo. Fue misógino y misántropo, asocial, individualista, solitario… Fue un novelista que solo quería divertir al lector, sin importarle demasiado, qué le cupiera bajo el epígrafe de novela y ahí, nuestro hombre, echó cuanto le vino en gana para dar rienda suelta a cuanto le apetecía a él y creyó que le podría apetecer a un lector no excesivamente exquisito ni exigente, pues tampoco lo artístico era una realidad que le quitara el sueño. En resumen, que primó en su obra y en general lo espontáneo y el afán de distraerse y divertir al lector. Lo contado con ser verosímil cumple, eludiendo siempre el realismo galdosiano, tan lento y poco eficaz en la narrativa de quienes, como el mismo Baroja, fueron sus herederos.
         Una vez escrito lo del anterior párrafo ello no opta para que don Pío, por boca de sus personajes, esparza por esta obra teorías, hipótesis, tesis científicas, creencias, planteamientos vitales, obsesiones particulares y así hallamos críticas contra los judíos (rara vez son bien vistos ellos y ellas: huraños, socialistas, usureros, enriquecidos con el sudor del otro, marginales y marginados), comentarios sobre las mujeres, comparaciones más o menos expresas sobre razas, países, nacionalidades… No pueden faltar las críticas a los jesuitas y a la religión en general que hoy son leídas por mí en sus páginas como las manías de un personaje más de sus novelas: volteriano anticlerical tan intemporal como simple y raquítico. Había olvidado el uso de los laísmos en su obra, que lo entiendo de influencia madrileña.
         Absolutamente resiste con bien una novela de Baroja a estas alturas del siglo XXI una lectura agradable, entretenida, de calidad más que razonable. Animo vivamente a leer o releer a Baroja, siempre ameno y divertido.

         (Terminado lo escrito, consulto mis notas tomadas al hilo de la lectura y me permito el lujo de dejar constancia de tres páginas… de una ternura memorable, que no las olvidaré. Bajo el epígrafe CÓMO MALDONADO GASTÓ EL DINERO DE LAS BOMBAS y LA NOCHEBUENA, describe cómo el tal Maldonado, un tipo astroso, un anarquista más ido que un garbanzal, un suicida, que ha enviado unas bombas a España e Italia, un ser impresentable para la mayoría… decide gastar el dinero recibido en pago por un judío con motivo del trabajito del envío de las bombas… ¡en montar un belén con la hija de una amiga rusa de María Aracil, Natalia, y dar de cenar en nochebuena a un grupo de pseudoindigentes, marginados, etc.! Como diría aquella: “Está de ver”).

26 de agosto de 2014

Baroja, Pío, LA CIUDAD DE LA NIEBLA (I)





       Leer una novela de Baroja es pasear por un escenario familiar y conocido, hogareño. La primera obra que leí de Baroja, tendría yo 15 años, fue Las inquietudes de Shanti Andía. Tras él vinieron decenas de títulos hasta el punto de ser este autor quien provocó que empezara a tomar nota en unas listas -que creo conservar- de los libros que iba leyendo porque, en ocasiones, al ir a la biblioteca pública, volvía a sacar títulos ya leídos… Luego, con los años, perdí en algún préstamo -¡qué raro!, ¿verdad?- mi ejemplar de Las inquietudes y lo volví a comprar y a leer (de esto hace menos de veinte años) y me defraudó sobremanera el recuerdo que de ella guardaba en esta segunda oportunidad: a lo peor hay lecturas que, como algunos amores, solo aguantan una oportunidad.

         Con la lectura de la biografía de José Calos Mainer que comente aquí, me animé a comprar de segunda mano muchos de los libros que había leído de Baroja y algunos que no recordaba haber leído, entre ellos esta Ciudad de la niebla, que estoy seguro de no haber leído jamás (muy probablemente porque no estuvo en mi campo de tiro lector por lo que fuera, pues si no me falla la memoria llegué a leerme todos los libros del autor vasco que había en la Casa de la cultura; como me ocurrió con Azorín, Delibes…, por ejemplo).
         (Es curioso que empiezo a redactar esto sin releer lo que escribí en la entrada de la biografía de Mainer sobre Baroja. Rarísima vez releo lo que escribo, ¡bastante hago ya con escribirlo! Mis obras, una vez editadas, nunca. Me paro, digo, quiero decir… que me vuelvo sobre lo escrito de Mainer en este blog… y me encuentro allí con las explicaciones que aquí repito: entiendo que esta es circunstancia propia de viejos y a estas alturas ya se ve que entro de lleno en el cupo).
         Cuando yo era lector joven, Baroja a veces me irritaba: su amargura, su misoginia, su actitud antitodo, su visión negativa de todos y de todo… Ahora, sin embargo, me produce cierta conmiseración. Me hacen gracia sus rabietas, sus obsesiones, su acritud un tanto infantil de abuelete cascarrabias…, pobre Baroja, ¿quién lo lee, me pregunto de nuevo?
         La ciudad de la niebla es una novela cuyo protagonista es Londres. Es la segunda obra de la trilogía titulada La raza (La dama errante, La ciudad de la niebla y El árbol de la ciencia). Creo que en la obra carece de cualquier interés la peripecia vital del doctor Aracil y de su hija María, el par de anarquistas que huyen de Madrid a Londres tras el atentado al rey en el que se ven inmiscuidos. Tampoco lo tienen demasiado las docenas de personajes que entran y salen por los renglones de la obra y sus capítulos (con su título instigador al inicio como gustaba a Baroja, copiando los modelos de los folletones): y, sin embargo, todos ellos, estos personajes que pululan a pares en cada renglón, aportan su granito de arena para conformar el cuadro subjetivo que nos muestra Baroja del Londres que él, supongo, en parte conoció y en parte imaginó sentado en el hogar, al brasero, con la bufanda, la boina y las zapatillas de estar en casa puestas… me figuro. Un anarquista, un nihilista, un idealista, una borracha, un hortera, un obrero, un cuentista, un judío, un polaco, un socialista, una rusa… y todos artistas de un vivir en el borde de un mundo donde el paso siguiente da irremisiblemente en un abismo sin fondo… Viajeros, suicidas, miserables, marginados que bullen por un Londres oscuro, sucio, húmedo y humeante, laborioso, borrachín, empobrecido, embrutecido… que son las capas sociales en que Baroja detiene su pluma descriptiva.
         Creo que esta novela bien puede servir de modelo de novela barojiana en su contenido y en su estilo, en su trama y su estructura. En general se muestra don Pío sobrio en lo sentimental y directo, ágil, sencillo en los términos elegidos para describir o hacer avanzar su narración. Su sencillez estilística, su retórica de arte menor –creo que esta expresión era de Azorín-, como la de su compañero de generación, Antonio Machado, es fruto de un estilo personal que se depura con los años y que huye de lo ampuloso para elegir lo simple, lo directo, lo eficaz.

18 de agosto de 2014

Guillén, Jorge, MIENTRAS EL AIRE ES NUESTRO. Altolaguirre, Manuel, POESÍAS COMPLETAS.


A Pedro Antonio Urbina, in memoriam.
                                                    
  Decirle al seguidor habitual de este blog que no soy frecuente lector de poesía no es descubrirle nada nuevo. Es cierto que he leído, creo, a todos los poetas que podríamos llamar clásicos españoles y muchos de los extranjeros. El número de libros de poesía y teatro en mi biblioteca es inferior, no sé en qué proporción, al de libros de novela o ensayo en general. He hecho, sin embargo, cientos de comentarios de una lista que sería larguísima de autores y sus poemas, y añado: tanto en un caso como en otro, tanto con la lectura como con el comentario, los he disfrutado mucho en general. Son innumerables las ideas, las imágenes, los versos que recuerdo, incalculables los aprendizajes que me han ayudado a crecer. Pocos son los poemas que sé de memoria: algunas estrofas, algunos pocos versos sueltos de aquí y de allá… Sé perfectamente por qué no recuerdo poemas, por qué no se me obligó a aprenderlos de memoria, pero no viene ahora al caso.
         Al comienzo del verano, le comenté a una amiga a la que el médico recetó reposo que igual le venía bien la lectura de dos poetas que siempre recuerdo juntos y amables. Por qué los recuerdo a la par es arcano que ignoro y amables, en sí y en general, sencillamente porque así los he percibido desde que los leí y comenté algunos de sus poemas. Son Jorge Guillén y Manuel Altolaguirre. Pensé que quizá también, en verano tan azacanado como el que tenía por delante, a mí me vendrían bien sus lecturas y con los libros de uno y otro llevo todo el mes de julio y lo que llevamos de agosto.
         La lectura de la poesía tiene un tempo distinto al de la novela, el ensayo o el teatro, opino. El poema requiere a veces de la relectura, de la parada y fonda en un verso en particular, en un poema en concreto. Recito a algunas personas que están a mi alrededor mientras leo a estos poetas alguno de sus poemas. La gente en general se queda suspensa. Esa experiencia la tengo por las aulas. Es rarísimo que algún alumno sea lector de poesía: este año solo tuve a una chica, lectora y escritora de poesía (esto es más normal: el lector del género también lo escribe, lo intenta). Quedan suspensas, afirmo, quienes oyen recitar un poema con la cadencia adecuada… Necesitan al menos un par de lecturas para caer en la cuenta y razón de lo recitado. En la primera lectura la norma es decir: “Es bonito” y de ahí no hay arranque en ninguna otra dirección. Algunos oyentes piden algún tipo de pista, de explicación… (y siempre me pregunto, ¿acaso escribieron Guillén y Altolaguirre, por ejemplo por ser de quienes hablo, sus poemas para “que los explicaran”, “para que fueran comentados”? Sinceramente creo que no…). “Es hermoso”, me dicen algunos al oír el poema… Insisto, la mayoría pide una segunda oportunidad…
         Casi dos meses llevo con las Poesías completas de Altolaguirre (edición de Cátedra) y con Mientras el aire es nuestro de Guillén (de la misma editorial)… y poco tengo que decir de ambos autores y de ambos libros. Como siempre, me llama la atención que se afirme que una poesía que, para algunos no dice nada, tenga tanto que decir. Lo inefable (y quizá tras estos renglones suba un comentario a unas letras recibidas de un amigo)… no se dice. Aún recuerdo un libro de Pedro Antonio Urbina… Filocalia o el amor a la belleza [permítame que haga aquí un parón: Pedro Antonio Urbina fue amigo mío y hoy, ahora mismo, acabo de descubrir, sin saber nada de él desde los años noventa, que falleció en Madrid el 31 de julio del 2008, bien que lo siento y estoy por afirmar que descansa en paz]… Decía Pedro Antonio al hilo de lo que vengo hablando sobre lo inefable que había que mirar… ante un cuadro, por ejemplo: “Mira”, sin más. Rafa Ballesteros, al hablarme de la música, me dice “Escucha. No hay nada que entender”. Ante la poesía…, en mi opinión, lee, relee, disfruta. Eso es justo lo que he hecho con las lecturas de estos dos poetas que tan gratos me resultan, me han resultado en estos días.

5 de agosto de 2014

Hadot, Pierre: EJERCICIOS ESPIRITUALES Y FILOSOFÍA ANTIGUA



 

      (Espero que, siendo tan larga la entrada, lo sea tanto como interesante para el lector).
         La actividad filosófica es un quehacer lujoso, suntuario sin lugar a dudas y, a su vez, tan necesario como respirar. El filósofo, quien filosofa, muestra en todos los sentidos unas capacidades y unas posibilidades muy por encima de lo vulgar, de lo ordinario, de lo corriente, pues esa supuesta vulgaridad vital es elevada por su meditación, y con su dedicación, a un quehacer heroico y noble, pues quien tal hace busca crecer, mejorar y perfeccionarse él mismo, a quienes le rodean y aquello que le rodea. Posee, o dedica, además el filósofo aquello de que todo hombre rico dispone: de tiempo. Sócrates en los diálogos de Platón les hace ver a sus interlocutores que tienen todo el tiempo del mundo, nada les acucia: no hay negocio pendiente más importante que el ocio creador y necesario para meditar, contemplar, charlar… (la tertulia, ese acto disfrutón tan español, es otra actividad absolutamente suntuaria).
         Escrito esto quiero agradecer públicamente a quien fuera muy amigo mío, Jesús García, paisano de Fernando de Rojas, el haberme mostrado el camino para llegar a Pierre Hadot. Con la falta de trato las amistades pierden los argumentos que las mantienen y decaen hasta llegar a poder morir o languidecer tanto que solo les quede pasado. Algo de esto me sucedió con Jesús.
         Tengo algún libro más de Hadot por casa sin leer y han sido ya varios los que he comentado, si no recuerdo mal, en este blog. El libro que termino ahora del autor francés me parece excepcional. Es el libro de un estudioso de la Filosofía que se acerca al filósofo fetén descrito arriba.
         Son innumerables los detalles que se pueden aprender con este sabio de la filosofía antigua. Realidades que ponen a la Filosofía en un medio, para mí, distinto al que habitualmente se le reconoce. Los detalles de los que hablo no se me antojan ni accidentales ni baladíes, sino sustanciales para comprender tantas realidades que, fuera de contexto, son malinterpretadas o ignoradas. No exagero si afirmo que son cientos de notas las que he tomado del libro. Hay capítulos que ha merecido la pena releerlos y casi meditarlos. Hadot me apuntó a otros autores, a otras voces clásicas del pensamiento de la Humanidad que tienen un peso y ponen verdadera luz, o la posibilidad de hallar claridad, que sitúan en el camino de lo mejor.
         Solo quiero ponerles un pero al editor y al traductor de la obra, y si mi puntualización fuera errónea pido disculpas. Continuamente se traduce en la obra examen de consciencia… y mucho me temo que no se trata de tal, sino de un examen de conciencia, no siendo en absoluto igual en este contexto, pues el primero, consciencia, entiendo que remite a un conocer meramente intelectual y en absoluto performativo, y el segundo examen al que se refiere Hadot es un examen del quehacer cotidiano, moral, ético, que es justo del que hablan Epícteto, Marco Aurelio y las escuelas a las que Hadot se dedica y de las que escribe y también por descontado la ascética cristiana que de aquellas toma dicho examen.
         Hay un texto en la obra, el penúltimo en concreto, en el que el propio Hadot habla de sí y de lo que pretende –y logra- con su obra. ¿Quién mejor por tanto que él para presentarse y decirse de sus trabajos? A él cedo con sumo gusto y agradecimiento la palabra aquí:
         Mis libros y mis estudios[1].

            Voy a repasar brevemente mi actividad literaria o científica para aquellos oyentes que no me conozcan.
            En primer lugar, he editado y traducido numerosos textos de la Antigüedad: en 1960, las obras teológicas de un neoplatónico latino cristiano, Mario Victorino; en 1977, la Apología de David, de Ambrosio; en 1988 y 1990, dos tratados de Plotino. Por otra parte, he escrito varios libros, el primero de ellos, en 1963, titulado Plotino o la simplicidad de la mirada; en 1968 mi tesis doctoral dedicada a un aspecto del neoplatonismo, las relaciones entre ese teólogo cristiano del siglo IV, Victorino, que acabo de citar, y un filósofo pagano del siglo IV a. C., Porfirio, discípulo de Plotino; más tarde, en 1981, Ejercicios espirituales y filosofía antigua y, el pasado año, La Citadelle intérieure, dedicado a las Meditaciones de Marco Aurelio. Si el Colegio Filosófico me ha invitado esta tarde es en relación, justamente, a estos dos últimos trabajos, porque en ellos me ocupo de cierta concepción de la filosofía antigua al tiempo que esbozo un análisis de la filosofía en general.
            En estos libros, para decirlo en pocas palabras, propongo una idea, que la filosofía debe definirse como «ejercicio espiritual». ¿Por qué he llegado a conceder tanta importancia a este concepto? Pienso que mi idea se remonta a los años 1959-1960, cuando me dediqué a la obra de Wittgenstein. He recogido las reflexiones que me inspiró su lectura en un artículo publicado en Revue de métaphysique et de morale, «Jeux de langage et philosophie», aparecido en 1960, en el cual decía: «Filosofamos mediante un juego de lenguaje, es decir, y para servirme de esta expresión de Wittgenstein, según una actitud y una forma de vida que da sentido a nuestras palabras». Retomando las reflexiones de Wittgenstein según las cuales es necesario romper de modo radical con la idea de que el lenguaje opera siempre de la misma manera y con el mismo objetivo, la traducción de pensamientos, señalaba yo que cabe romper también con la idea de que el lenguaje filosófico opera de manera uniforme. El filósofo se encuentra en efecto inserto en cierto juego de lenguaje, es decir, en cierta forma de vida, cierta actitud, resultando por eso imposible entender el sentido de sus tesis sin antes situarlo en el juego de lenguaje que le es propio. Por lo demás, la principal tarea del lenguaje filosófico sería insertar a los oyentes de este discurso dentro de una concreta forma de vida, de determinado estilo de vida. Así surgía el concepto de ejercicio espiritual, como intento de modificación y transformación del yo. Si por aquel entonces me mostraba yo especialmente sensible a este aspecto del lenguaje filosófico, si pensaba que ello debía ser así era porque, al igual que a diversos antecesores y contemporáneos, me había sorprendido cierto fenómeno de sobras conocido, el de las incoherencias e incluso contradicciones que pueden descubrirse en las obras de los autores de la Antigüedad. Como es sabido, a menudo resulta en extremo difícil seguir el hilo conceptual de los textos filosóficos antiguos. Ya se trate de Agustín, Plotino, Aristóteles o Platón, los historiadores modernos no dejan de lamentar la torpeza expositiva y los errores de composición que manifiestan esas obras. Poco a poco fui dándome cuenta de que, para explicar este problema, se hacía necesario siempre remitir el texto al contexto en el que había surgido, es decir, a las condiciones vitales concretas de cada una de las escuelas filosóficas, en el sentido institucional de la expresión, escuelas que en la Antigüedad no se habían marcado como prioridad la difusión de un saber teórico o abstracto, como nuestras modernas universidades, sino antes que nada educar al espíritu en un método, en un saber hablar, un saber discutir. Los textos filosóficos recogen siempre en mayor o menor medida los ecos de la enseñanza oral; y es que para los filósofos de la Antigüedad las frases, palabras y reflexiones no tenían como objetivo principal la transmisión de una información, sino producir cierto efecto psíquico en el lector u oyente, teniendo siempre en cuenta por lo demás y de la manera más pedagógica las capacidades de cada auditorio. El elemento proposicional no era el más importante. Según la excelente fórmula de V. Goldschmidt a propósito del diálogo platónico, puede decirse que el discurso filosófico antiguo tendía a formar antes que a informar. En realidad podría afirmarse, para resumir lo que acabo de exponer, que la filosofía antigua consiste más en un ejercicio pedagógico e intelectual que en una construcción sistemática. Pero en una segunda etapa relacioné tal constatación con otro hecho, que la filosofía antigua se entendía a sí misma, desde Sócrates y Platón al menos, como una terapéutica. Todas las escuelas antiguas de filosofía proponían, cada una a su manera, una crítica del estado habitual de los hombres, un estado marcado por el sufrimiento, el desorden y la inconsciencia, y un método para curarles de ese estado: «La escuela del filósofo es una clínica», decía Epícteto. Este carácter terapéutico aparece primeramente en el discurso del maestro, que tiene el efecto de un hechizo, de una mordedura o de un choque violento capaz de trastornar al oyente, como se dice sobre los discursos de Sócrates en el Banquete de Platón. Pero para curarse no basta con quedar conmocionado; uno tiene que desear realmente transformar su vida. En todas las escuelas filosóficas el profesor es también un guía espiritual. Sobre este tema debo reconocer mi deuda contraída con los trabajos de mi esposa, y entre otros con su libro acerca de la dirección espiritual en Séneca y con el estudio en que traza una panorámica general sobre este tema en la Antigüedad. Cada escuela filosófica impone por lo tanto cierto modo de vida a sus miembros, un modo de vida que compromete la totalidad de su existencia. Y este modo de vida consiste en ciertos procesos que pueden denominarse precisamente ejercicios espirituales, es decir, unas prácticas orientadas a la modificación del yo, a la mejora y transformación del yo. Originariamente se encuentra pues un acto de elección, una opción fundamental en favor de determinada forma de vida que se concreta en seguida, ya sea en el orden del discurso interior y de una actividad espiritual, como la meditación, el diálogo con uno mismo, el examen de consciencia o los ejercicios de representación imaginativa por los que la mirada es dirigida hacia lo alto, hacia el cosmos o hacia la tierra, ya sea en el orden de…

            Considero suficiente el texto, sustantivo, largo, con final abierto… para lo que también tantas veces desde este blog se pretende y que no es sino animar a lectura en general, y de los buenos libros en particular que, a mi juicio, pasan por mis manos y leo. Sigo pensando con Tomás de Aquino que el bien es de suyo difusivo. La obra de Hadot es un libro en que merece la pena detenerse con cierta cirimonia, que diría Quilino, el guarda.






[1] Inédito. Comunicación leída en el Colegio Filosófico en 1993.

1 de agosto de 2014

García Márquez, Gabriel, EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA



        Siempre dijo que, entre sus creaciones, su novela preferida era El amor en los tiempos del cólera. La leo como homenaje al premio Nobel colombiano. Nunca fui seguidor de su obra. Lo estudié algo. Hoy ya está junto al Principito en el jardín de las cinco mil rosas de las que él solo se inclina por las de color amarillo. Está bien. Cada uno domestica lo que puede. La explicación que daba Gabo para su predilección por esta obra es porque rememoraba los amores de sus papás, aunque ignoro en qué sentido, ni lo pretendo.
         En realidad en la obra quizá haya ¿una historia de amor? El resto de las historias, como la designación misma de qué sea el amor…, son un acto de impiedad. Se me ocurren muchos títulos floridos, llamativos y exactos, pero que no vienen al caso, pero que darían cólera justa a un título más atinado. Creo que se hace innecesario hablar de una obra por casi todos ustedes conocida, leía, apreciada o despreciada… Sí puedo añadir como dato para mi amigo Javier Ochoa que esta obra NUNCA hubiera ganado el premio de novela de la Diputación de Jaén para escritores noveles, aunque su autor tuviera un Nobel… La historietilla sobre Ángela Vicuña, por poner un poner, es un penoso y truculento tratado de pederastia sencillamente asqueroso por muy envuelto que vaya que en ese lenguaje trabado y denso que a muchos tanto les gusta del escritor finado hace unos meses.
         Veo tras los renglones horas de dedicación feroz al pulido, a la orfebrería léxica hasta dar en aparentes oraciones sencillas, que no lo son. Adjetivos sorprendentes, verbos seleccionados para la ocasión… que procuran sabores y olores equívocos, si poco nítidos en cuanto a su significado sí muy eficaces en cuanto a su resultado estético y efectista, que termina por sorprender el lector atento y por aburrir e importunar a quien quiere saber de la historia que fluye… ¡y fluir fluye!, pero al ritmo lento de una brisa que apenas mueve el aire, pero lo trae cargado de olores, sabores, sonidos, reminiscencias creíbles e imposibles… que, pienso, ¡será el Caribe!
         La obra toda se me antoja un enlazar de historias unas a otras de forma un tanto caprichosa, de un modo irracional, historias entre lo mágico y lo absurdo que se van encadenando, insisto, del modo más antojadizo. Lo que sucede en realidad anda atascado, la narración apenas si corre. El tema es recurrente y el autor lo llama amor y hacer el amor y pijadas semejantes, pero no pasa de ser una narración rancia y ñoña de muladar prostibulario, eso sí envuelto en la peculiar prosa y estilo del Nobel colombiano, aunque arriba fue escrito. Ya digo, me ha costado alcanzar el final, porque estaba harto de las calenturientas aventuras más o menos puteriles del protagonista (ese hombre impresentable, mentiroso y viejo verde, como el mismo autor lo llama).
         Tengo decenas de notas en un par de folios escritas, pero están de más. Descansen en paz García Márquez y sus papás.