Segundo libro que leo de Miguel d’Ors seguido de un primero, casi sin
pausa, sin solución de continuidad. “¿Estoy leyendo qué libro?”, me pregunto. Y
me respondo: “Estoy leyendo a una misma persona, a un mismo poeta. Eso da
unidad a la poesía”. ¿Cuántas veces no hemos leído u oído decir a los creadores
que muchas veces, ellos mismos, tienen la impresión de estar con un mismo
libro, con una misma obra que, por no alcanzar lo deseado, se crea y recrea
desde distintas facetas, como algo distinto, siento todas ellas una unidad, etcétera,
etcétera?
Brota y mana mansa la poesía de d’Ors de
un yo poético concreto, de carne y hueso que vive y revive en los poemas,
tamizado o zarandeado, recreando su vivir, queriendo imaginar lo vividero, lo
vivible, lo posible e incierto que el futuro cierra. La poesía es por y para la
vida, desde el yo para un tú, para convertirnos en un nosotros, amor al otro,
al fin y al cabo. ¿O es miedo a la soledad?, para ahuyentar las sombras que nos
rodean, que nos hablan de un tiempo que huye, de la vejez que se avecina, de la
muerte… ¿Por qué pongo una disyunción y no una conjunción?
El poeta otoñal vuelve la mirada a su
pasado y el recuerdo le muestra estampas de un tiempo imposible, pues se fue de
verdad y para siempre. Me da la impresión de que el poeta se coge a las
emociones que, tras trabajarlas, se convierten en sentimientos. El amor,
entiendo, a su mujer esa gorda que
nombra; la familia; los espacios gallegos o granadinos; el campo y me pregunto ¿por
qué tantas urracas, don Miguel? Me resulta graciosa la familia de allá, la
familia de otros tiempos: esos tíos esplendentes de Miguel, como el tío Chano:
ginecólogo rico y cazador, lector del Times
y feliz de esposa y de hijos y de barcos y de amigos; un tío registrador, lento
bebedor de café y de la vida y lector del ABC…
Tíos hoy imposibles –la vida los tiene ahora prohibidos- que habitan en el
“descanso eterno”.
Necesita el poeta descansar, anhela descansar.
Un afán por un tiempo donde el tiempo desaparezca y no transcurre. Vivir es ver volver, decía Azorín… No es
el caso: vivir es ser y estar fuera del tiempo. A veces, aspiramos ciertamente
al limbo. En el fondo es la nada de la que venimos la que nos tienta, clama por
nosotros, frente a la esperanza que anhela una vida sobrenatural con un Dios
que de ella nos crea por Amor.
Siempre lo mismo: el sueño
de estar en otra parte
La tentación más vieja del mundo. Adán
y Eva, que viven maravillosamente, desean ser como Dios, vivir como dioses
menores. Quiero ser el otro. Me pongo en venta. Quiero ser ese; quiero una
situación como esa; busco vivir como aquel y así sucesivamente.
El poeta vive y anhela un don excelso
que aún no llega… ¡porque eso justamente es la vida!, un aún no, todavía no,
propio del status viatoris, propio de
quien está de camino y aún no llegó a la meta. Un todavía no, por eso Polo comentaba –y Miguel lo debe conocer, y
yo lo repito con frecuencia- que todo
éxito es prematuro… El signo positivo de la cruz necesita de la gracia de
la fe: sin ella, la vida se convierte en una cruz de martirio como la vista por
griegos y judíos, escándalo y locura.
Trenza y destrenza. Teje y desteje…
Penélope para que el tiempo no transcurra. El poeta va y viene. Vive en el
presente, pero también se sabe pasado, condicionado, cargado con la impedimenta
de sus recuerdos. Lamenta y nota el tiempo que pasa y hace su labor: cansancio,
desgaste, operaciones, muertes, lo que nunca será ya.
Brota emocional la poesía de d’Ors del
manantial íntimo del vivir cotidiano, de la experiencia del paso del tiempo, de
los sucesos, de los espacios, del otro y del Otro… y se remansa en sentimiento firme
y claro, en pensamiento irónico, sin sombra de melcocha sentimentaloide o
plañidera, porque aún por noviembre hay sol.