Me
arremango para vérmelas con la comparación, la identificación, la admiración,
la idolatría…
Todo
esto surge de lo escrito por Rafa Ballesteros, ¡que no para de inventar
vericuetos para mi camino y mi Prontuario
para viajeros! (Sobre el después y otros temas). Comenta Rafa en una de sus entradas del blog de la
admiración que suscita el atleta o el deportista y que lleva a la
identificación de la afición o la masa con ese concreto personaje. El individuo
incompleto, que cada uno somos, el ser indigente, necesitado… se carga con ese
otro yo esplendente, de algún modo, dice Rafa, de plenitud. Aquello de lo que
carezco, pero que aquel otro a quien admiro tiene me completa, me plenifica…
Rafa se plantea si realmente eso me perfecciona… Esa actitud contemplativa,
admirativa… ¿a qué me conduce? Peor aún cuando, por lo que sea, el ídolo se
viene abajo: falla. Es el ídolo con los pies de barro, El ídolo caído, la película del boxeador encarnado por Kirk
Douglas…
No
sin cierto rubor afirmo que tengo en casa más de 600 libros sin leer. Es decir:
dispongo de tal cantidad de libros que no seré capaz, salvo cambio de vida, de
leer en los años que Dios disponga mi muerte. Son muchos libros y mi tiempo no
es el de antes… Uno de los libros que siempre ando a vueltas con él, un libro
que incluso, recién comprado, inicié y que se quedó por otras urgencias a
medias… es un libro precisamente sobre la admiración, La virtud en la mirada, título sugerentísimo del pensador Aurelio
Arteta (ni del libro ni del autor puedo decir apenas nada).
Rafa,
admirar
es la traducción positiva y magnánima, del miserable modo de decir envidia
sana, envidia buena. No hay envidia buena, como no hay vicio bueno… El
vicio, el pecado, la hybris, nunca es
bueno. Admirar, sin embargo, no es
vicio, sino que engrandece a quien así mira y comporta unas virtudes en quien
lo practica en modo alguno desdeñables. Admiro
así la belleza, admiro el bien, admiro la verdad… Me regodeo en ellas.
El bien, su disfrute, me ayuda a crecer, es actividad felicitaria. Entre la
mirada limpia y clara de quien se emboba ante la belleza de una mujer y quien la
ensucia con su lujuria hay una distancia que la mujer percibe. Tu amigo Ortega
decía que quien ante una mujer guapa no aplaude es un pobre hombre o poco
menos, venía a decir. La belleza invita a aplaudir, por supuesto. Una buena
acción. Un perfume amable que nos embriaga y nos transporta; un paisaje… Un
atleta que corre, tensado como un arco, al borde del agotamiento, los músculos
al cien por mil… ¡admirable!
El
fenómeno de las masas estudiado por Spengler y muy particularmente en España
por Ortega, con quien tú conversabas últimamente, ha cambiado en el siglo XX el
modo de mirar y de admirar. La masa enfervorecida nunca antes vista en esas
cantidades de personas, muchas veces animales gregarios, acumulados,
enajenados… mira a un líder. Recuerda, Rafa, por un momento los tremebundos
discursos de Hitler a esas masas rendidas a sus pies (contaba Vallejo Nájera,
creo que el padre, el autor de Locos
egregios, que los discursos de Hitler iban creciendo en tono e intensidad
hasta literalmente enfervorecer a su auditorio; lo confesaba él, conocedor de
la lengua alemana y que pudo escuchar a
través de la radio esos discursos).
Me
temo que esta admiración en el hombre, animal que por social puede caer, y
padece, el gregarismo, es mala. La admiración que convierte al admirado en
ídolo intocable, en becerro de oro o bronce… cruza la raya de lo deseable.